miércoles, 16 de febrero de 2011

Caminando en Fukuoka (II)

Caminaban por la gran ciudad, por el bullicio de coches, taxis y autobuses. Entre miles de luces de colores, como si fueran por un mundo fantástico teñido de un millar de tonalidades casi como los dibujos que emitían por televisión. Habían decidido dar un paseo por la ciudad para ver sus tiendas, sus personas y su simpatía. Se habían sorprendido con un característico espectáculo en la playa a la que se dirigieron poco después para contemplarla a la luz de la luna llena. Después de todo decidieron volver para cenar al hotel. Al llegar al Seahark, un enorme edificio de más de un centenar de plantas y con una enorme y bella estructura de cristal que da la bienvenida a los turistas que, como ellos, deciden hospedarse en él.

Subieron a la suite que había elegido Riku para cenar, eligieron un plato de espuma de bogavante con cobertura de esturión, un plato que no estaba mal pero la cantidad no les saciaba por lo que el segundo plato decidieron pato a la pekinesa, estaba delicioso, al menos eso pensó ella porque él no hacía más que jugar con la comida. La habitación era increíble tenía una cama enorme de matrimonio, detrás de un enorme espejo un plasma de sesenta pulgadas y eso no era lo mejor, en el baño había un jacuzzi aún más grande que la cama. Pero a Yonaka todo eso la daba igual. Estaba al alcance de su mano.
–¿No te gusta la comida?, este pato es magnífico gracias por traerme aquí todo es especial, magnifico –Dijo Yonaka esbozando una sonrisa para tratar de alégrale, pero él no respondía. Seguía inmerso en sus pensamientos por lo que decidió terminar el plato.
Poco después el botones y el ayudante se llevaron los platos y limpiaron la mesa de caoba. Les dejaron solos, Riku podría hablarle, ya no tenía a nadie que escuchara lo que iba ha decirle a su pareja y poco después publicarlo en un periódico.
–Te quiero, me da igual lo que digas, te quiero y siempre lo haré por ello te he traído aquí, para que mi familia y tampoco la tuya lo sepan –miró al suelo. No sabía si mirarla a los ojos.
–Yo también te quiero. Me da igual lo que digan de nosotros, ellos vivieron en otro tiempo, más duro, de ahí sus pensamientos pero podemos marcharnos donde queramos somos adultos, por suerte, y podemos desaparecer, irnos a Hawái si nos viene en gana y no volver, tenemos dinero de sobra. Pero… –se acercó al enorme ventanal. La ciudad parecía un mar de luces de neón aunque desde la planta noventa y seis no se escuchara nada de lo que decían las personas que pasaban. Poco después Riku se situó junto a ella y el susurro.
–¿Por qué no podemos, qué nos lo prohíbe?
–Esto –y le besó, sabiendo que sería la última vez que le vería.

Sacó la pistola, le dio un empujón que hizo que se aproximara al cristal y disparó tres o cuatro tiros. Murió y cayó. Se acercó al cristal estrujando algunas esquirlas que rechinaban y tintineaban con sus zapatos de tacón negros a pasos lentos, casi de gata. Había caído en la terraza del edificio. Ella no podía verle pero estaba segura de que sus ojos seguían abiertos y la miraban aunque tampoco la vieran a ella.
Era tarde. Cerró la puerta y tras bajar docenas de pisos a gran velocidad en el ascensor llego a la recepción, pasó desapercibida y salió del hotel. Al llegar a la carretera pidió un taxi con destino el aeropuerto. Miró el reloj, habían llegado las doce. Medianoche.

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