viernes, 4 de noviembre de 2011

Novedades, noviembre de 2011: Impedimenta

Lulu de Mircea Cărtărescu

Traducción de Marian Ochoa de Eribe
Introducción de Carlos Pardo 

ISBN: 9788415130192
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 160
PVP: 18 €

En Lulu (1994, Premio de la Unión de Escritores Rumanos, Premio ASPRO), Cartarescu despliega su versión de la figura del artista adolescente en la persona de Victor, un escritor asocial y torturado que parece sacado de una obra de Proust, y que vive obsesionado por Lulu, uno de sus compañeros de liceo que, disfrazado de mujer y aprovechando la fiesta de clausura de un campamento de verano en 1973, lo fuerza a un contacto sexual.
Recluido en una villa de los Cárpatos, y ya convertido en un escritor de éxito, Victor intenta exorcizar a través de la escritura a los monstruos que devoran su alma. El juego del doble —encarnado en Victor, el escritor enfrentado a su «hermana gemela», la niña amputada—, de larga tradición en la literatura moderna, alcanza en Lulu una dimensión que hace de esta novela una auténtica obra maestra.


Ahora es de mañana y te miro otra vez a los ojos. La palabra que dibujé ayer sobre el espejo empañado se distingue aún lige­ramente si miras de soslayo. La tacho con pasta de dientes. La soledad lleva en su seno la semilla de la locura, incluso aunque hayas vivido toda la vida así, incluso aunque te hayas adaptado a la soledad y a la frustración. Soledad. Frustración. No me siento a la mesa, me hago un café e intento concentrarme, se­guir escribiendo, apresarte en algún sitio. Cuando era pequeño cazaba mariposas, atrapaba un podalirio o un zapatero e inser­taba en su cuerpo vermicular un alfiler, tal y como había visto hacer. Clavaba el alfiler en un corcho y observaba cómo seguían aleteando durante varias horas, cómo se aferraban con sus seis patitas filiformes al corcho poroso. Con esa misma crueldad y placer te clavaría en estas páginas, Lulu, contemplaría cómo te retuerces, cómo pones los ojos en blanco, cómo frotas tus alas de abyección, de lentejuelas y plastilina… Me siento ante la máquina de escribir, tu mesa de tortura, pero también la mía, porque no te puedo torturar sin torturarme yo mismo, tal y como no puedes abrir con el bisturí tu propio forúnculo, para vaciarlo de pus, sin gritar y sin retorcerte como un poseso.

La juguetería errante (Un misterio para Gervase Fen) de Edmund Crispin

Traducción de José C. Vales

ISBN: 978-84-15130-20-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 320 
PVP: 20,20 €

Cuando el poeta Richard Cadogan decide pasar unos días de vacaciones en Oxford tras una discusión con el avaro de su editor, poco puede imaginar que lo primero que encontrará al llegar a la ciudad, en plena noche, será el cadáver de una mujer tendido en el suelo de una juguetería. Y menos aún que, cuando consigue regresar al lugar de los hechos con la policía, la juguetería habrá desaparecido y, en su lugar, lo que encontrarán será una tienda de ultramarinos en la que, naturalmente, tampoco hay cadáver. Cadogan decide entonces unir fuerzas con Gervase Fen, profesor de literatura inglesa y detective aficionado, el personaje más excéntrico de la ciudad, para resolver un misterio cuyas respuestas se les escapan. Así, el dúo libresco tendrá que enfrentarse a un testamento de lo más inusual, un asesinato imposible, pistas en forma de absurdo poema, y persecuciones alocadas por la ciudad a bordo del automóvil de Fen, Lily Christine III.


—Oxford… Oh. —El señor Spode recobró momentá­neamente su presencia de ánimo. Se alegraba de aquel apla­zamiento temporal de las embarazosas exigencias comercia­les que Cadogan le imponía—. Magnífica idea. A veces me arrepiento de haber trasladado el negocio a Londres, aunque hace ya un año de eso… Uno no puede por menos que sentir un poco de nostalgia después de haber vivido tanto tiempo en esa ciudad. —Se dio unos golpecitos complacientes en el elegante chaleco de color petunia que encorsetaba su peque­ña y rolliza figura, como si aquel sentimiento de algún modo redundara en su propio crédito.
—Y tienes buenas razones para ello. —Cadogan frunció sus patricios rasgos en una mueca de enorme severidad—. ¡Oxford, flor de las ciudades todas! ¿O era Londres? Bueno, no importa, da igual.
El señor Spode se rascó la punta de la nariz con gesto du­bitativo.
—Ah, Oxford —continuó Cadogan con aire de rapso­da—; ciudad de campanarios de ensueño, donde resuena el eco del cuco, preñada de campanas (hasta el punto de volver loco al más pintado), encantada por las alondras, atormenta­da por los grajos y rodeada de ríos. ¿Te has parado a pensar al­guna vez hasta qué punto el genio de Hopkins consistía pre­cisamente en colocar las palabras en un orden equivocado? Oxford… guardería de la florida juventud. No, esa era Cam­bridge, pero lo mismo da. Por supuesto —Cadogan agitó su revolver con gesto didáctico delante de los aterrorizados ojos del señor Spode—, yo odiaba Oxford cuando vivía allí, en mi época universitaria. Me resultaba una ciudad triste, infantil, mezquina e inmadura. Pero estoy decidido a olvidarme de todo eso. Regresaré a sus brazos con una mirada plena de lacrimógena melancolía, y emocionadamente boquiabierto. Para todo lo cual —su voz se tornó acusadora— ¡necesitaré dinero! —El alma se le vino a los pies al señor Spode—. Cin­cuenta libras.
El señor Spode tosió.
—Realmente no creo que…
—¡Don Murgas Nutling…! ¡Don Desaparecido Orlick…! —exclamó Cadogan con entusiasmo. Agarró al señor Spode por el brazo—. Iremos dentro y lo hablaremos con un trago de por medio para tranquilizarnos un poquito. Dios, voy a hacer la maleta, a coger el tren. ¡Me voy a Oxford! ¡Otra vez…!

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