miércoles, 19 de diciembre de 2012

Fragmentos Nº96: El país imaginado

Eduardo Berti
El país imaginado 

Cuando el primer sol del nuevo año alcanzó su punto más alto, no nos halló desprevenidos. Ya habíamos dispuesto fuer de nuestra casa, en el patio semientoldado con una vieja esterilla, los objetos para la luz del chu-yi: los colchones y manteles que el sol debía acariciar y los libros más antiguos, aquellos con sus páginas amarilleadas como las hojas de otoño, de modo que el primer viento, el primer aire del nuevo año, no solo purificase, sino que también ahuyentara, previniendo deterioros, a los insectos que alojaba el papel. Según contaba mi padre, los insectos preferían ciertas palabras y sabían dar con ellas en los libros más antiguos, hasta devorarlas. Muchas familias alrededor se burlaban de estas creencias y estos ritos milenarios. Los tenían por obsoletos e ineficaces; pero mis padres eran muy supersticiosos, mi padre más que mi madre, y su apego a las tradiciones parecía haber recrudecido tras la muerte de la abuela.
Aquel día, mi hermano y yo recibimos de nuestro padre el encargo de seleccionar y transportar los libros, mientras mi madre se ocupaba de colgar las sábanas a lo largo de una caña de bambú, no únicamente aquellas en uso el último día del año, sino también las sábanas plegadas y guardadas en los armarios, y Li Juangqing (más que una simple cocinera, menos que una gobernanta) hacía lo propio con los cuatro o cinco manteles existentes en casa.
Por entonces me parecía razonable que esas telas fueran únicamente de color blanco, pero hoy que han pasado décadas me pregunto qué pruritos impedían cubrir los colchones y las mesas de nuestro hogar con cualquier otro color. El color faltante lo ponían los libros, quiero pensar; ese color mesurado de las ediciones clásicas, con sus discretas y solemnes encuadernaciones en cuero: verde esmeralda o ciruela, celeste, gris u ocre arcilla. A mí me gustaba el contraste entre el collar de sábanas y manteles y esos libros apilados como ofrendas a sus pies, pero mi hermano no se llevaba nada bien con los libros: carecía de esa mezcla de tesón y curiosidad necesaria para ser un buen lector, o tal vez era la ebullición de su edad lo que impedía que se sentara aplicadamente a leer. Mi hermano tenía diecisiete, yo me acercaba a los catorce. La sangre de mi hermano bullía en una forma que yo no alcanzaba a entender, pero que me apasionaba, de igual modo que nos fascina el mar cuando está embravecido.
 

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