viernes, 21 de diciembre de 2012

Muerte en primera clase de J. M. Guelbenzu



Mariana de Marco, una jueza directa, sensual e intuitiva se embarca en un crucero de lujo por el Nilo invitada por su amiga Julia, la cual trata disuadirla constantemente de sus dotes detectivescas para que disfrute del tiempo libre, allí se encontraran con personas influyentes, desde arquitectos hasta abogados, todos ellos con sus esposas, familiares y amigos.


Carmen Montesquinza, una mujer de unos sesenta años cuya elegancia natural y firmeza hacen de ella una dama de carácter que llama la atención de la perspicaz jueza provocando que se fije en ella desde el primer momento. Hasta que, tras un escandaloso y provocador número de baile el cual atrae la atención de todos, Carmen desaparece, sin motivo aparente. Mariana comenzará a investigar en solitario para sacar a la luz una oscura trama familiar y financiera.

J. M. Guelbenzu, firma con la que lubrica la saga de Mariana de Marco, llega su sexta entrega, una novela trepidante que nos transporta a un viaje a través del Nilo en el que la misteriosa desaparición supondrá un reto para su protagonista. Con una narración precisa, cargada de detalles y con una historia adictiva, con un bello telón de fondo que, incluso, se vuelve amenazante conforme se va descubriendo la realidad. Una novela original con un toque en algunas partes a las novelas clásicas del mismo género, con una protagonista sensitiva, con sentido común y comprometido además de un buen gusto para la música. Una novela que descubre el estilo de vida de las altas esferas, con una protagonista insistente y muy atractiva todo ello en un gran y magnífico “quiénlohizo”.

Recomendado para todos aquellos que quieran saber más de Mariana de Marco y sus oscuras relaciones, también para aquellos que quieran descubrir una bella novela con una trama bien estructurada y una gran historia bien narrada. Y por último para los que quieran leer una novela policiaca con una trama relajante y misteriosa a la vez que adictiva.

Extractos:

De pronto, escucharon una música de jazz que no provenía de ningún altavoz, que no era enlatada sino en directo, y se asomaron curiosas al salón-bar de la planta de entrada. En la esquina donde vieran el piano había ahora un trío, piano, saxo y contrabajo, que interpretaba música de ambiente con, efectivamente, un regusto de jazz y concentrados en sí mismos, como si lo suyo fuera una conversación privada. Mariana y Julia se deslizaron dentro de la sala, ocuparon una mesa —estaban casi todas vacías— cercana al trío y pidieron unas copas. Contemplaron y escucharon un intercambio de armonías entre el pianista y el bajista que concluyó el primero con un suave trémolo que se fue apagando. Se produjo un silencio y, de repente, el saxofonista, apoyándose en un sonido grave y sensual que las envolvió como una poderosa vibración romántica, emitió las tres primeras notas de Night and day, arrastrando consigo a los otros dos en una cálida cadencia, y la melodía se apoderó de sus corazones con una emoción inesperada y deliciosa. Las dos escucharon en suspenso desde el cielo, hasta que la pieza finalizó con tres delicados saltos de notas y un desmayado piano recogiéndolas. Entonces regresaron a tierra como después de un sueño, y el aplauso de ambas resonó en el espacio casi vacío al modo de un imprevisto y sonoro golpe de agradecimientos.
Los tres músicos levantaron la vista, sorprendidos. Acto seguido, ya repuestos, las obsequiaron con una ancha sonrisa de agradecimiento; después se miraron entre ellos y la emprendieron, partiendo de tres notas sincopadas del pianista seguidas de una vibrante entrada del saxo, con otro tema clásico, Flamingo.

 Mariana de Marco sonrió a modo de saludo a Carmen Montesquinza antes de tomar asiento en su mesa, y ya se dirigía a ésta cuando advirtió que su servicio de té no  estaba en la suya sino en la de su vecina.
—Me he tomado la libertad de ordenar al camarero que sirviese aquí su té, abusando del privilegio de la edad —se apresuró a justificarse Carmen con un agradable tono de voz.
Mariana recogió el libro bajo el brazo y tomó asiento junto a ella.
—Encantada de conocerla. Mi nombre es Mariana de Marco.
—Lo sé —contestó Carmen con simpatía—, el hijo de mi ex marido, que por lo viso os acompañó a ti y a tu amiga a la vuelta del templo de Luxor, me ha informado sobre vosotras.
Hizo una pausa sin dejar de mirar a Mariana, como si la escrutara, pero en su mirada había más de delicadeza que de indiscreción.
—Tengo entendido que eres juez —empezó a decir abriendo la conversación.
—Ése es mi oficio—respondió amablemente Mariana.
—Mi abuelo materno perteneció a la judicatura, como tú. En su tiempo habría resultado extraordinaria la presencia de una mujer en la carrera, y no me extraña porque tendrías que haberlo visto: un caballero con barba crecida, traje con chaleco y leontina y un aire de prohombre de la patria que imponía un respeto inmenso, tanto en la sala como en la calle.
—Yo, la verdad —la interrumpió Mariana—, no creo que imponga ningún respeto en la calle; más bien lo contrario. En la sala del juzgado, vaya, todavía; pero en la calle no ven a una juez, ten la seguridad. —pasó a tutearla, tras haberlo hecho ella en primer lugar.
—Afortunadamente —replicó Carmen—. Al abuelo no nos atrevíamos a acercarnos mi hermano y yo de tan solemne como era. ¿Sabes? Yo siempre he creído que los jueces, como nos juzgan, se creen superiores al resto de los humanos.
—Antes y ahora —concedió alegremente Mariana.
 —Sí, pero el hecho de que tú seas juez me da más tranquilidad.
—¿Por ser mujer?
—No, por ser tan natural —contestó Carmen. Mariana la miró, sorprendida por la sencillez y convicción que había en sus palabras.
—Creo que es lo más agradable que me han dicho en mi condición de juez desde hace mucho tiempo.
Carmen Montesquinza rió, divertida.
—No me gustan los jueces —continuó diciendo—, al menos en este país; quiero decir: en mi país —precisó—. Yo nunca me he metido en pleitos para no tener que ponerme en sus manos. Prefiero llegar a cualquier acuerdo, y eso siempre es posible, antes que meterme en un juicio. Los jueces, querida, por lo general son ignorantes en lo que se refiere a la vida, no a la jurisprudencia; y arbitrarios en muchas de sus decisiones, precisamente por lo alejados que se encuentran de la vida común; y se sienten tan alejados —concluyó— porque se consideran superiores al resto de los mortales.
—Supongo que no se lo dirías así a tu abuelo.
—Tal como lo has oído. Yo tenía ideas propias desde muy jovencita.
—¿Le gustó?
—Empezó a tronar como el mismo Júpiter, ante el espanto de mi madre, que no sabía a quién de los dos frenar primero. Pero como era su padre y ella la niña de sus ojos, me sacó indemne del apuro.

Editorial: Destino
Autor: J. M. Guelbenzu
Páginas: 336
Precio: 20 euros

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