miércoles, 20 de febrero de 2013

Novedades, febrero de 2013: Impedimenta (III)



El abrigo de Proust de Lorenza Foschini 

Traducción y postfacio de Hugo Beccacece

ISBN: 978-84-15578-48-2
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 144
PVP: 17,95 €

Jacques Guérin, magnate parisino de los perfumes, vive obsesionado por los libros y por los manuscritos raros. En 1929, por azar, conoce a Robert Proust, hermano del célebre escritor de la monumental En busca del tiempo perdido, que ha muerto no hace mucho. Tras entablar relación con la familia del novelista, descubre que sus miembros, avergonzados por los textos de Proust y por su homosexualidad, se proponen destruir todos sus cuadernos, sus cartas y sus manuscritos, y malvender sus muebles. Poco a poco, a lo largo de décadas, y con ayuda de un ropavejero de aires filantrópicos, Guérin irá rescatando uno a uno los efectos personales de Proust, incluyendo, por fin, la reliquia que había llegado a codiciar más que ninguna otra cosa: el viejo y carcomido abrigo de piel de nutria con que Proust solía vestirse, y que usaba como manta por las noches mientras escribía la Recherche tumbado en su cama.


Es un abrigo cruzado, cerrado por una doble fila de tres botones. Alguien de complexión más delgada debió de cambiar de lugar la botonadura para estrecharlo, así que allí donde estaban los botones quedaron las huellas de las cos­turas originales, con sus nudos de hilo negro. Un pequeño agujero señala la ausencia del botón que debía de cerrar el cuello. Del forro de piel negra cuelga un cartelito blanco atado con un hilo rojo. Lo levanto y compruebo que no hay nada escrito. Desabotono el abrigo en busca de alguna clave, de la etiqueta de alguna tienda, de algún sastre. Nada.
Audaz, me atrevo a meter las manos en los bolsillos: de nuevo nada. Vacíos. Monsieur Bruson parece impaciente, pero no logro sustraerme de aquel inerte y conmovedor simulacro en que estamos inmersos. El abrigo está ahora abierto, y me deja ver el forro de nutria ralo y comido por las polillas. No me decido a marcharme de allí. En realidad, han pasado apenas unos minutos desde mi llegada, pero poco a poco empiezo a darme cuenta de que allí, delante de mí, está el abrigo con el que Proust se había cubierto durante años, el mismo abrigo que solía extender sobre sus mantas mientras yacía acostado escribiendo En busca del tiempo perdido. Me vienen entonces a la mente las palabras de Marthe Bibesco: «Marcel Proust se sentó ante mí, en una sillita dorada, como si acabara de surgir de un sueño, con su abrigo forrado de piel, su rostro cargado de tristeza y sus ojos que parecían capaces de ver en plena noche».
Le doy las gracias a monsieur Bruson, quien, con exquisita delicadeza, reacomoda el abrigo en su caja. Lo rellena de nuevo de papel, lo abotona, lo cubre con sus amplias hojas de papel de seda blanco y, por último, coloca encima la gran tapa de cartón. Luego levanta la caja y la vuelve a subir a la repisa más alta de la estantería metálica. Antes de irme, echo una mirada detrás de mí. En un costado de la caja, escrito con un marcador negro en grandes letras de imprenta, leo: «Manteau de Proust».

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