sábado, 15 de junio de 2013

Fragmentos Nº115: La segunda vida de Viola Wither



Stella Gibbons

La segunda vida de Viola Wither

Levantaron la vista sobresaltadas y allí, sobre una conejera junto a la linde del bosque, vieron al Ermitaño mirándolas con ternura. Al Ermitaño le agradaba la compañía femenina, pero no podía disfrutar de ella muy a menudo.
Pasaba buena parte de su tiempo con la señora Caker quien, debido a su orgullo de pazpuerca y a las reminiscencias de las anteriores glorias de los Caker, no soportaba ver la silueta del Ermitaño plantada en el jardín delantero. Sin embargo, no tardó en derretirse al calor de sus lisonjas. A los dos les encantaba cotorrear, así que se sentaban en las trascocina (la señora Caker al principio no lo dejaba pasar al salón) y se enfrascaban en alguna tarea absurda e innecesaria como clasificar viejos periódicos o despegar las etiquetas de los tarros de mermelada (que el Ermitaño coleccionaba). Y sobre todo a hablar sin parar hasta quedarse afónicos.
—Les gusta salir a ustedes sin sombrero, ¿me equivoco? —continuó el Ermitaño—. Vaya muchachas tan sensatas. Es bueno para los pelos, ya lo creo que sí. Te los deja sanísimos, miren los míos. —Sacudió sus grises rizos—. Así un parece más joven; con una buena melena, claro que sí. Dígame —a Viola— ¿cuántos años me echa usted?
Empezó a chispear.
Tina y Viola empezaron a correr en dirección a la linde del bosque alejándose todo lo posible del Ermitaño. Una vez allí, se resguardaron bajo el fino palio que formaban las hojas de haya. Nerviosas, levantaron la vista hacia las nubes, bajas y compactas.
—¡Eh! — exigió el Ermitaño—. ¿Qué cuántos años me echa?
Viola miró a Tina de reojo y esta negó con la cabeza. Las dos siguieron mirando al frene con la vista perdida en el horizonte. El vestido de Viola tenía marcas oscuras causadas por los goterones y a Tina las ondas del pelo se le habían aplanado.
—¿QUE CUÁNTOS AÑOS ME ECHA? —bramó de pronto el Ermitaño. Estaba haciendo bocina con las manos y se había puesto de puntillas.
—¡Ay, santo cielo!¿Cómo quiere usted que lo sepa?¡Alrededor de sesenta, me imagino! —contestó tina, girándose de forma violenta y lanzándole una mirada de consternación—. Vi, ¿te apetece echar una carrera? No creo que nos empapemos más de lo que lo estamos haciendo aquí, y van a dar las cuatro menos veinte.
—¡Setenta y seis! —dijo el Ermitaño en tono triunfal asintiendo con la cabeza, sin moverse de su posición y con los rizos ya chorreando—. ¡Pero estoy hecho un chaval!¡Un chaval! Y, ¿por qué?, se preguntarán ustedes (en todo todito, perdonen que les diga, no solo en los pelos). Porque vivo en medio de la naturaleza, al aire libre, como ´dios nuestro Señor nos enseñó. ¡Por eso!
—Sí, creo que será mejor que echemos a correr —respondió Viola, mirando también de soslayo al Ermitaño; uno nunca sabía con certeza lo que iba a decir a continuación, pero podía imaginárselo—. ¿Crees que nos regañarán?
—Eso me temo… —dijo su cuñada muy seria.
La cosa no era tan grave, se trataba solo de llegar tarde al té, pero el señor Wither tenía la costumbre de hacer una montaña de un grupo de arena y no cabía la menor duda de que iban a llegar tardísimo, pues cuando pusieran un pie en la casa, tendrían que cambiarse de ropa. El agua les chorreaba por la cara y tenían los zapatos y las medias llenos de salpicaduras. «Vaya pinta debemos de tener», pensó Tina, pero Viola estaba demasiado alarmada para preocuparse por su aspecto. Para colmo, solo le quedaban nueve libras; ¿la echaría su suegro de casa si llegaba tarde al té?
 

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