domingo, 21 de julio de 2013

En el periódico, El País, julio de 2013: Formas del amor / 5: Su linda princesa de Leila Guerriero



Leila Guerriero, y el último relato de la serie sobre las relaciones amorosas de una joven y su profesor de fotografía en la que, su protagonista, llega a una conclusión. Aquí os dejo el enlace al relato completo.

Tomás Ondarra
(…) Cuando vivía solo le gustaba mantener la casa —en la que vivía sin televisor, casi sin muebles y con cuatro zonceras (su colección de lápices, su tablero de dibujo, sus láminas de arquitectura)— en silencio. Desde que ella llegó (con sus vestidos de breteles finos y esa manera gloriosa de mover las manos y sus pesados muebles de algarrobo y un televisor que fue a parar a los pies de la cama), las mañanas y las noches se llenaron de música. Pero eran felices de una forma exaltada. Si después de la cena él decía “¿Vamos a un bar?” ella decía “¡Vamos!”, y se calzaba sus jeans más rotos sin que importara si era martes o domingo, sábado o jueves. Una madrugada se acostaron borrachos y él despertó poco después, desorientado, y orinó en el cajón donde guardaban las camisetas. Al día siguiente, ella descubrió el charco a los pies de la cama, el cajón rezumando orines, y lo despertó revuelta en carcajadas. Tenían un auto sin llave de encendido, al que había que darle arranque conectando los cables, con el que iban a sitios lejanos de los que, a menudo, tenían que regresar en autobús por falta de dinero para nafta. Él le hablaba de cosas con las que siempre había soñado: desarrollar un sistema de viviendas baratas para gente humilde; mudarse a la provincia y criar animales; irse de viaje —ahora con ella— durante un año, sin rumbo, sin dinero. Si él proponía “¿Vamos de campamento?”, ella respondía: “¡Claro!”, y pasaban cuatro días lavándose la cara en un río, teniendo sexo en una tienda de campaña gélida. Un día, regresando de una fiesta en las afueras —una de esas fiestas en las que la gente deambula por el parque y ríe y baila tontamente— él preguntó “¿Te divertiste?” y ella dijo “Me aburrí muchísimo”. Él creyó percibir en la frase un tono hostil, de ofuscación y rabia, y, desde entonces, cada vez que él anunciaba “Este fin de semana hacen otra”, ella respondía “Ah”, y desistían de ir. Con el tiempo, vendieron el auto viejo (compraron uno que él siempre encontró desangelado) y, aunque ya no volvieron a hablar de aquel viaje sin rumbo y sin dinero, ella empezó a llevar folletos de recorridos por Europa, 30 ciudades en 10 días y hoteles de cuatro estrellas que no se podían permitir. El seguía hablando de las cosas con las que siempre había soñado —diseñar un sistema de casas baratas para personas humildes, llevar una vida tranquila en la provincia—, pero ahora ella lo miraba con conmiseración, como si nada de todo eso hubiera sido otra cosa que un juego infantil (algo que nadie podía haber tomado en serio), y le pedía que, si tenía intenciones de ir a un bar, le avisara con un día de anticipación porque quería organizarse (y lavarse el pelo: ya no le gustaba salir con el pelo sucio). Después, llegaron los hijos. Dos, en tres años y medio. No estaban en los planes, pero ella se deslizó hacia esos embarazos con la majestad serena de un buque que entra a un puerto: como si siempre se hubiera dirigido hacia allí. Y, claro, la culpa no es de los chicos —porque ¿qué clase de padre piensa que los hijos tienen la culpa de alguna cosa?—, pero ¿qué son todos esos fines de semana planificados en torno a películas de Disney, combos de McDonalds, cumpleaños de amiguitos; esa puerilidad en la que ella parece cómodamente sumergida, como si fuera una ensoñación amniótica? ¿En qué momento todas las conversaciones se transformaron en conversaciones acerca del colegio, el dinero y los problemas con el lavarropas? Como si lo hubieran llevado hasta el medio de un desierto y lo hubieran dejado solo, hace ya tiempo que él habita una patria sin entusiasmo donde el agobio lo hace desistir antes de proponer cualquier cosa (un viaje en familia, una cena en un restaurante). Una patria en la que despierta y se acuesta haciéndose la misma pregunta: ¿todo esto para qué? (…)

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