jueves, 19 de septiembre de 2013

Novedades, septiembre de 2013: Destino (II)



Los ángeles mueren por nuestras heridas de Yasmina Khadra

384 páginas
ISBN: 978-84-233-4708-7
Lomo 1270
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin
Traductor: Wenceslao-Carlos Lozano

En la Argelia de entreguerras, el pueblo del joven Turambo desaparece sin dejar rastro tras un corrimiento de tierra. Su familia pierde todo lo que tenía, pero Turambo es un chico muy especial.
No está dispuesto a dejarse llevar por la miseria y, mucho menos, a abandonar sus sueños. Un día alguien le dice que lo difícil no es forzosamente imposible, que lo único que hay que hacer para alcanzar la luna es ponerse en marcha, y así, Turambo emprende una apasionante aventura hacia lo que siempre ha deseado: una vida nueva en la ciudad «europea» de Orán.

Al llegar allí, sin saber muy bien cómo, una pelea callejera lo inicia en el mundo del boxeo, con la promesa de convertirse en una estrella mundial. Y aunque Turambo consigue gloria y dinero, ningún trofeo hace estremecer su alma como la mirada de una mujer. De Nora a Louise, de Aída a Irene, busca el sentido a su vida en un mundo en el que la ambición y el poder son los reyes absolutos, y no queda espacio para el amor. Éste será el principio de una vida marcada por la culpa, en la que perderá muchas de las cosas que antes creía importantes, pero descubrirá el valor de la amistad y el perdón, además de vivir una gran historia de amor.


Éramos cinco en una choza encajonada entre un vertedero militar y un huerto raquítico: mi madre, una bereber robusta de frente tatuada, no muy guapa pero valiente; mi tía Rokaya, cuyo marido, vendedor ambulante, llevaba un decenio sin dar señales de vida; su hija Nora, de más o menos mi edad; mi tío Mekki, de quince años, y yo, con cuatro menos.
Como no conocíamos a nadie, solo podíamos contar con nosotros mismos.
Echaba de menos a mi padre.
Es extraño, no recuerdo haberlo visto de cerca. Desde que había regresado de la guerra, desfigurado por un casco de granada, se mantenía apartado, todo el día sentado a la sombra de un árbol solitario. Cuando mi prima Nora le llevaba de comer, se acercaba de puntillas, como si fuera a alimentar a una fiera. Estuve esperando a que volviera a pisar tierra, pero se negaba a bajarse de su deprimente nube. Al final, acabé confundiéndolo con un vago recuerdo, y luego ignorándolo por completo. Su desaparición no hizo sino confirmar su ausencia.
Pese a ello, en Graba no podía dejar de pensar en él a diario.
Mekki nos prometió que nuestra escala en el barrio de chabolas no se prolongaría si éramos capaces de trabajar duro para ganar el dinero que nos permitiría rehacer nuestra vida en otra parte. Mi madre y mi tía se dedicaron a cocinar tortas que mi tío vendía en los chiringuitos. Yo también quería ponerme manos a la obra. Chicos más enclenques que yo eran porteadores, burreros, vendedores  de sopa, y parecían sacarle provecho. Mi tío se negó a ello. Admitía que era espabilado, pero no tanto como para tratar con timadores capaces de engatusar al mismísimo  diablo. Lo que más temía era que me rajara el primero con quien me cruzase.
Así fue como acabé entregado a mí mismo.

El sueño de Alicia (La vida y la ciencia se funden en la historia más emocionante) de Eduardo Punset

360 páginas
ISBN: 978-84-233-4695-0
Lomo 253
Presentación: Tapa dura con sobrecubierta
Colección: Imago Mundi

Alicia –«verdad», en griego– es el personaje inseparable de Eduardo Punset en esta historia apasionante sobre la vida y la ciencia que reúne el legado científico y humanístico de personas sabias con la osadía de romper barreras y desvelar conocimientos que creíamos imposibles. Conocimientos que logran sumergirnos en la arqueología de las emociones e iluminar habitaciones secretas de nuestra mente.
Ésta es una obra llena de respuestas y de preguntas abiertas. Es también una apuesta de esperanza y de futuro, avalada por los últimos descubrimientos científicos, que Eduardo Punset nos hace llegar a través de un «sueño» donde a menudo ficción y realidad se dan la mano.


Alicia pasó los siguientes tres años como chica de servicio. Su primera jefa era una mujer mala y rencorosa que nunca dejó de tratarla como a una esclava. La violencia encubierta cesó cuando, a raíz de una bofetada inmerecida, Alicia decidió amenazarla con degollarla; con un vaso roto por ella misma en la cocina apuntó hacia la interfecta: «Si me vuelves a pegar, te rajo la garganta», le dijo. A los pocos días encontró refugio en la casa de un tetrapléjico.
A Alicia le gustaba recordar cuando, por primera vez en su vida, tuvo tiempo para sentir y meditar sobre la soledad y el desamparo. Con trece años empezó a fijarse en los varones que la miraban. Le gustaban los hombres de edad tres o cuatro veces superior a la suya, una costumbre que conservó toda la vida, porque le aburrían soberanamente los más jóvenes. También ellos intuían que la muchacha estaba a años luz de la gente de su edad. A los adolescentes les suelen cautivar las hembras cinco o seis años mayores que ellos; a los veintiséis años, más o menos, se igualan las edades deseadas por unos y otros; a partir de entonces, ellos las prefieren más jóvenes. Durante años, los científicos han discutido si se trata de una señal genética o conductual.
Pero lo cierto es que la soledad que Alicia sentía desde que tenía conciencia se había agravado por la separación de su familia. México supuso una suerte de diáspora en busca de la supervivencia. Y ella empezó a sentir una intensa atracción por el universo masculino, intuyendo que, quizá, allí encontraría algún bálsamo para esa soledad, dura e inquietante.

Garbo, el espía (El agente doble español que se burló de Hitler e hizo posible el desembarco de Normandía) de Stephan Talty

408 páginas
ISBN: 978-84-233-4705-6
Lomo 254
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
Traductores: Marc Jiménez Buzzi | Francisco López Martín

De entre todas las personas que hicieron realidad la victoria aliada en la segunda guerra mundial hay una cuya historia resulta tan asombrosa, tan novelesca, tan espectacular, que cuesta creer que pueda ser cierta. Pero lo es.

Su protagonista, Juan Pujol, nació en Barcelona a principios del siglo XX y desde muy joven demostró ser un artista del engaño y un feroz antinazi. Convencido de que estaba dotado para el espionaje, tras la guerra civil española se ofreció como agente doble a los Aliados, quienes no lo aceptaron en sus filas hasta que no demostró que los alemanes confiaban en él a ciegas.

Los Aliados tenían sus razones para dudar: bajo el alias de Garbo, Pujol creó, para los servicios de inteligencia nazis, ejércitos hechos de aire, escuadras de barcos que únicamente existían en su cabeza y una red de agentes formada sólo por él mismo. Aunque su verdadera gran actuación consistió en hacer creer a los alemanes que el desembarco del día D tendría lugar en Calais, y no en Normandía, lo que facilitó el ataque aliado y el principio del fin de la segunda guerra mundial.

Tras la contienda, y temiendo la venganza de los nazis supervivientes, Pujol huyó de Europa, hizo creer a su familia que había muerto y rehízo su vida con otro nombre. Durante casi cuarenta años, su paradero se convirtió en el santo grial de los historiadores del espionaje de la segunda guerra mundial. Pero el hombre que con su portentosa imaginación se había convertido en una pieza clave de la inteligencia británica aún tenía reservada una última y estelar aparición…


La mirada irónica y la corta estatura fue prácticamente todo lo que Pujol heredó de su madre. Tenía un gran parecido físico con su padre, delgado y elegante, del que también heredaría unos principios liberales que contrastaban con el férreo catolicismo de Mercedes. El padre reconoció a los tres hijos mayores cuando Juan tenía cuatro años, lo cual fue una suerte: ser bastardo en la convencionalista Barcelona de 1912 era un asunto grave.
No obstante, la vorágine que agitó los primeros años de Pujol se debía a sí mismo. Mientras el pequeño Juan crecía en una casa llena de niñeras, cocineras, costureras y chóferes, con vacaciones en la costa en el reluciente Hispano-Suiza del padre, sus progenitores pronto vieron en él cualidades que no reconocían en sus respectivas personalidades. Era díscolo, muy díscolo, o —a juicio de la madre— malo, muy malo. «Reconozco que le hacía tantas trastadas y barrabasadas a mi madre que constantemente sólo se oía nombrar mi nombre por toda la casa.»2 Pujol se daba contra las paredes, se arañaba los brazos y las piernas, se estrellaba contra las barandillas y, en un accidente memorable, atravesó una cristalera con su triciclo, rompiendo el cristal en mil pedazos.
Milagrosamente, salió del accidente sin un solo rasguño. «Creo que don Quijote con su lanza no se hubiera visto tan destrozado con su aventura de los molinos de viento»,3 escribió más tarde. Pero ese día fue la excepción. «Durante toda la infancia estuve constantemente cubierto de vendajes.» Sus hermanos y hermanas escondían sus juguetes para que no los encontrara, pues, aunque lo querían, sabían que rompía cuanto caía en sus manos.
La familia estaba desesperada. Mercedes, su madre, era la que menos lo entendía. Era incorregible: ni las amenazas, ni los castigos, ni las heridas casi mortales parecían tener efecto alguno en una estela de destrucción que, con el paso del tiempo, no hacía más que crecer. Pero todo eso, que para sus padres y el resto de la familia no eran más que travesuras, para el niño eran aventuras maravillosas y apasionantes que su mente pintaba de vivos colores y en las que siempre hacía el papel del héroe. Iba por toda la casa como un vendaval, convertido en caballero, bandido, aventurero o explorador, pero su modelo favorito era Tom Mix, el protagonista de los westerns de Hollywood que veía con la misma fe con la que Mercedes asistía a misa. «Aquel vaquero hacia cosas portentosas y yo deseaba imitarlo.»

Sin complejos de Borja Sémper

120 páginas
ISBN: 978-84-233-4707-0
Lomo 256
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi

Borja Sémper, joven dirigente del Partido Popular del País Vasco que desde los diecinueve años vivió amenazado por ETA, jamás ha renunciado a hablar claro. A sus treinta y siete años preside el PP de Guipúzcoa y es portavoz de su partido en Euskadi.

Personaje heterodoxo en su formación, defiende sin ambages ni medias palabras el valor de la política a pesar de los «chorizos», como no ha dudado en llamar a quienes se aprovechan de las instituciones para su lucro personal, y no se corta cuando se trata de reprobar conductas inaceptables, sean propios o adversarios los protagonistas, ni ahorra detalles incluso sobre cómo intentaron comprar sus favores.

¿Realmente los partidos políticos ya no sirven? ¿No tienen capacidad de respuesta? ¿Nos han ganado los que quieren medrar, ascender, enriquecerse de manera ilícita a través de la política? A estas y otras preguntas trata de dar respuesta Borja Sémper en este libro, que no rehúye enjuiciar su entorno más inmediato y cuyo mensaje es, pese a todo, positivo, convencido como está Sémper de que «estamos a tiempo de cambiar las cosas. Sólo hay que echarle valor. Sólo.»

Un alegato crítico a favor del ejercicio de la política como servicio.


Aquella noche estaba en Madrid. En los momentos más complicados, siempre he encontrado refugio en la capital. Escaparme allí siempre ha sido una especie de terapia, una forma de sobrellevar una realidad cruda, en demasiadas ocasiones asfixiante y difícil. Mi realidad. La de un joven que, sacudido por el atentado de Gregorio Ordóñez, no estaba dispuesto a dejarse atrapar por el miedo en una sociedad como la vasca, hostigada por el terrorismo de ETA. La de alguien que había decidido afiliarse a un partido político, el de los marcados, el de los amenazados, para combatir el totalitarismo y la injusticia desde la palabra.
Era sábado por la noche y estaba en Madrid porque me habían invitado a un programa de televisión para hablar del descrédito de la política, de la desafección ciudadana. España estaba y está pasando por uno de los momentos más complicados de su joven democracia: la crisis económica, la desafección ciudadana hacia los políticos, los casos de corrupción que sacudían el panorama informativo y afectaban a la credibilidad de la política, la evidente falta de entendimiento entre los diferentes partidos y la explosión del enfado ciudadano canalizado, en parte, a través de manifestaciones y movimientos que incluso habían llegado hasta el extremo de «rodear el Congreso», eran hechos que habían provocado en el ciudadano un sentimiento de desesperanza que me preocupaba y alarmaba. Como sigue ocurriendo ahora.
Faltaban poco más de dos horas para entrar en plató; como siempre he creído que, ante los retos, arrugarse, mentir u ocultar lo que se piensa siempre lleva directo al fracaso o al ridículo, la opción de ser políticamente correcto estaba descartada del todo.
Cada vez se cuestionaban más las instituciones democráticas que dan cuerpo y sentido a la España constitucional. A pesar de todo lo que sucedía, de todas las convulsiones que estaban afectando al Partido Popular —el partido en el que creo y al que pertenezco desde que tenía diecisiete años—, entonces abrumado por el llamado caso Bárcenas, creía y creo que la única respuesta acertada que podemos dar los políticos pasa por ser honestos, transparentes y auténticos. Con uno mismo, que es igual que serlo con los ciudadanos. Y creo que por muy difíciles que sean las circunstancias, o precisamente por ser tan complicadas, la única salida válida es realizar un ejercicio de honestidad extrema para comenzar a recuperar la credibilidad.

No nos avergoncéis (La joven socialista que apuesta por regenerar la política) de Beatriz Talegón

176 páginas
ISBN: 978-84-233-4706-3
Lomo 255
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi

«Somos una generación engañada», pero «no somos una generación perdida», proclama en este libro Beatriz Talegón, la joven socialista que plantó cara a la cúpula del socialismo internacional, reunido en un hotel de cinco estrellas, y reclamó a sus líderes el derecho a la política, sin avergonzarse.

A sus treinta años, la autora es parte de una generación nacida en democracia, con acceso a la educación y a la sanidad públicas, con la tolerancia como insignia, que rechaza «seguir pagando los platos rotos por otros», porque «llegamos aquí con las manos limpias y con la convicción de que ahora nos toca a nosotros desempeñar un papel fundamental. No somos parte del problema, queremos ser parte de la solución».

La suya es una generación que asumió sus derechos como el aire que respira, sin pensar jamás en que podría llegar a perderlos. Que desconoce una parte importante de su pasado porque el silencio ha sido, a menudo, la cura del dolor en nuestro país.

¿Qué alternativas tenemos para comprometernos con el bien común? ¿Sirve el compromiso por unos valores tachados de románticos en organizaciones obsoletas para resolver problemas urgentes que condenan nuestro futuro? ¿Tiene aún sentido militar en un partido político? ¿Hay espacio para la acción política transformadora desde la democracia que hemos heredado? Son algunas de las preguntas que aborda Beatriz Talegón en un texto que es una invitación ilusionada a defender el valor de la política como instrumento válido para los retos del mundo actual.

Un llamamiento al compromiso de la juventud en la transformación social.


No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí...
Joan Manuel Serrat
Muchos amaneceres han transcurrido desde que el artículo 13 de la Constitución española de Cádiz, la Pepa, estableciera que «el objeto del Gobierno es la felicidad de la nación, puesto que el fin de toda sociedad política no es otro que el bienestar de los individuos que la componen».
Desde entonces se han sucedido guerras, hambrunas e injusticias que poco o nada han contribuido a conseguir ese objeto de Gobierno. Ajustes y desajustes revanchistas entre esas «dos Españas» a las que tanto se ha hecho referencia en nuestra historia. Un recorrido de luces y sombras que Goya representó en su lienzo metafórico con esos campesinos con las piernas hundidas en el barro que se afanan con sus garrotes sin más objetivo que destrozarse mutuamente.
Mucho ha llovido desde la primera Constitución democrática, la de 1931, sancionada durante la Segunda República. Un reflejo de los anhelos de una sociedad abierta, tolerante y valiente. Vanguardia de la cultura, bandera tricolor de respeto y libertad. Sus artículos reflejaban la realidad de una país cansado de garrotazos; diseñaban la arquitectura de una construcción dirigida al futuro, con los pies en el suelo y el corazón alineado con las ideas y apuntando hacia el cielo. Dos eran los puntos más controvertidos: la organización territorial del Estado y las relaciones entre éste y la religión.
A pesar del tiempo transcurrido, los problemas que enfrentamos hoy se asemejan mucho a los planteados entonces, e incluso puede decirse que en la actualidad hemos retrocedido bastante en algunos ámbitos, en comparación con lo que se proclamó hace más de ochenta años.
El progreso duró poco, y las huellas de los pasos avanzados fueron borradas por una guerra civil seguida de cuarenta años de gris dictadura. De un golpe se terminó con la democracia, con la igualdad entre hombres y mujeres, con la libertad de pensamiento y expresión... Se paralizó el tiempo y, con él, las vidas e ilusiones de quienes habían creído en la posibilidad de un progreso general. El silencio se impuso al debate; la oscuridad, a la luz. Las persianas se bajaron y se cerraron las puertas para que el frío no entrase a acompañar al hambre. Una sola verdad, una sola canción, una sola mentira —y grande— pero no libre.

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