jueves, 24 de octubre de 2013

Novedades, octubre de 2013: Destino (II)



La mala luz de Carlos Castán

232 páginas
ISBN: 978-84-233-4724-7
Lomo 1273
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

«Querida Nadia. Estimada Nadia. Nadia a secas. Tú no me conoces. Soy amigo de Jacobo. No sé cómo decirte esto. No sé si estás al tanto de que ha muerto. Lo han asesinado, en realidad. Si ya lo sabías, sabrás también que ha sido horrible.»
Jacobo y el narrador son viejos amigos que se acaban de trasladar a Zaragoza, ambos huyendo de un matrimonio fracasado, incapaces de soportar el peso de sus propias vidas.

Mientras se habitúan a su nueva situación, comparten cervezas, libros y veladas cada vez más largas en un desesperado intento de eludir el mundo.
Un día, Jacobo empieza a tener miedo, un miedo desmesurado y aparentemente irracional a quedarse solo en casa, que consigue controlar con la compañía de su amigo, hasta que una noche Jacobo aparece apuñalado en su propia casa. El protagonista toma entonces el relevo de su vida, quizás como última posibilidad de huir de la propia, y así conoce a una mujer, Nadia, que se convertirá en su obsesión y junto a la que emprender
la frenética investigación del asesinato de su amigo, lo que trastocará defi nitivamente
su propia existencia.


Los dos nos habíamos mudado a Zaragoza recientemente, en el transcurso de unos pocos meses, primero Jacobo y luego yo, ambos recién separados, todavía con la marca de la alianza en el dedo, ese anillo de piel algo más pálida que funciona para el mundo como una especie de emblema de soledad recién estrenada y moderadamente vergonzante. Supongo que cada uno de nosotros iba huyendo de lo suyo. Él con la intención de iniciar una etapa distinta, tras su jubilación anticipada, y yo puede que de algún modo siguiendo sus pasos, no tanto por el alivio que suponía poder contar con su compañía de vez en cuando, como seducido, creo, por la poderosa fascinación que siempre han ejercido sobre mí los principios, los cuadernos en blanco, las vueltas a empezar, cualquier situación que, de una manera o de otra, pueda relacionarse en mi imaginación con naves ardiendo en remotas bahías o casas dejadas atrás sin previo aviso, como si nada, sin darle a la cerradura las vueltas de rigor, dejando sobre la mesa los platos sucios que se usaron en la cena de la noche anterior. Gente, por ejemplo, que sale de la cárcel o abandona por fin el hospital tras una tortuosa cura de desintoxicación y, con sus cuatro bártulos, alquila una habitación en un lugar desconocido, lejos de todo lo anterior, y coloca en un vaso que hay sobre el lavabo su cepillo de dientes, mete en los cajones unas cuantas mudas, puede que también un revólver o el retrato de una mujer que apenas se sostiene, y abre la ventana para que entre el aire y empiece la película. Y se ven entonces los neones en los muros de enfrente y el ajetreo de un barrio hostil por descubrir en el que habrá que ir poco a poco sentando plaza. Un concurso de traslados en el momento oportuno, la toma de posesión de un nuevo destino administrativo puede ofrecerte algo parecido a eso, la sensación de estar vivo contra pronóstico y de cuaderno en blanco con olor a imprenta todavía, a la espera de cosas y de tinta. Y todo eso a pesar del cansancio y de las cadenas viejas que sin duda aún habrán de arrastrarse enganchadas a los pies.
Cuando Jacobo me contaba los detalles de su mudanza y los primeros compases de lo que parecía una vida nueva en toda regla, no podía evitar sentir cierta envidia, si se trata de llamar a las cosas por su nombre, porque aunque sea de manera intermitente uno siempre tiende a considerar, por instinto de supervivencia, que está a tiempo todavía de dotar a los días que quedan de algo de sentido y construir una nueva torre en medio de la nada para seguir viviendo: ganas a fin de cuentas de otros escenarios, nuevos rostros, la humilde posibilidad de perderme por calles que no supiera exactamente antes de empezar a recorrerlas dónde desembocan o entrar a tomar café en bares en los que nunca antes hubiese puesto los pies, una ciudad al fin y al cabo, con sus bajos fondos y sus salas de cine, su Fnac, sus librerías, sus noches parecidas a las noches de verdad. Todo como a escala, como de juguete, pero real en resumidas cuentas y a la vuelta de la esquina. En la pequeña ciudad en la que inicialmente vivíamos (desde hace cuántos años, y qué largo cada uno de ellos), la dulce Provincia, es como si se hubiera ido adensando progresivamente, de un tiempo a aquella parte, la nube de hastío que, como de oficio, ya de por sí, envolvía las tardes a partir de cierta hora y nos metía en los huesos esa humedad de vida ya vivida, de tristeza enquistada y repetida, como un extraño rocío vespertino, una especie de sudor al revés que atravesara, de fuera adentro, los poros de todos los muros y de todas las cosas habidas y por haber y las dejara empapadas de vacío y de pasado y de un cansancio antiguo que te obligaba a pasear medio encorvado, a leer sin ganas, a siestas eternas con tal de no ver de qué lamentable manera agonizaba el tiempo bajo esa mala luz que se adueñaba igualmente de la calle que del interior de las casas y los bares.
Nos habíamos conocido años atrás, Jacobo y yo. Durante bastante tiempo nos veíamos prácticamente a diario, la típica cerveza de después del trabajo, más o menos ritual, que se prolonga cada tarde un poco más, a veces hasta la madrugada. Ese descubrimiento recíproco del uno por parte del otro empezó siendo eufórico y vital. Faltaban días para llevar a cabo todo lo que planeábamos hacer, y hasta horas en la noche para enumerarlas. Ese tipo de afinidades son ante todo una cuestión de foco, de visión sobre el mundo: de repente descubres a alguien que no sólo coloca en el mismo punto del espacio la fuente de luz, sino que lo dirige en la dirección exacta en la que tú mirabas. Mucha gente decide salirse del mundo de una manera o de otra, pero no es fácil que dos personas vayan a hacerlo a la vez y por la misma puerta, pasando a verlo todo desde muy lejos e idéntico ángulo. Cuando se da una coincidencia así, es posible despreciar y admirar en armonía todo cuanto va haciendo desfilar ante nuestros ojos el mundo circundante, y reírse de las cosas, especialmente de asuntos medio sagrados para el resto de los mortales, temas intocables, cuestiones delicadas que dejan de serlo de madrugada, como por arte de magia a partir de cierta hora, entre el humo de los bares de los que entran y salen a tropezones clientes con sus historias a cuestas, sombras con gabardina que se pasean por nuestro campo visual y piden copas que beben a solas mientras la música los engulle, personajes de un teatro demasiado pequeño como para ser tomado del todo en serio. A Jacobo le gustaba sobre todo hablar de mujeres, tanto de sus novias del pasado, demasiadas para que mi ajada memoria retuviera la circunstancia y el nombre de cada una con la precisión que él hubiera querido en su interlocutor para no tener que andar repitiendo a cada paso las mismas explicaciones, como de sus conquistas extramatrimoniales más recientes. Su cháchara podía llegar a ser una turbadora confusión de niñas soñadas y señoras como leonas, de hazañas más o menos reales con otras que no pasaban de la categoría de intención o proyecto por madurar, todo un laberinto verbal de carne y fantasía en el que yo me perdía con facilidad entre tanto nombre femenino como se mencionaba, tanta carta de aquí para allá, tanta braga para arriba y para abajo. Nunca, ni siquiera en el cine, me han parecido tan deseables las mujeres como contadas por Jacobo, ni tan perturbadoras como a través de su boca las hazañas de amor. Le brillaban los labios al rememorar alcobas y faldas levantadas en los escondites más precarios, pies desnudos haciendo sus dulces tareas por debajo de las mesas más formales, unas veces historias del pasado y otras de cuatro días atrás, rendiciones y arrebatos, el candor y la furia, el desmayo entre sus brazos de lo que parecían damas de leyenda convertidas de repente, como por el efecto de un beso mágico, en hembras sin más, despeinadas y bellísimas, jadeantes y sucias. Al principio temía que, en justa correspondencia, esperase de mí confesiones similares, con el mismo grado de escabrosidad y detalle, pero enseguida se dio cuenta de que yo estaba lejos de sentirme cómodo hablando de esas cosas, ni siquiera en momentos así, cuando los vasos se vacían deprisa y sé que todas duermen.

Paulina de Ana María Matute

320 páginas
ISBN: 978-84-233-4729-2
Lomo 1276
Presentación: Rústica con solapas con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin

«Acababa de cumplir diez años cuando me llevaron con los abuelos a la casa de las montañas. Primero hicimos un viaje muy largo, que duró cerca de tres días. Tuvimos que coger dos trenes, y al fi nal, llegó el autocar, pintado de azul, que llevaba a las montañas. Desde luego, fue un viaje larguísimo. A veces sentía un poco de cansancio, pero en general me gustó.»


Como no tengo padres, desde que era muy pequeña —tanto que no me acuerdo de ellos—, sé que he vivido siempre con Susana, porque Susana era prima hermana de mi padre, y la única persona de mi familia que vivía en la ciudad. Creo que de muy, muy pequeña, ya estuve al principio en las montañas, con los abuelos. Pero no tengo más que un recuerdo muy pequeño, como de una casita que se ve de lejos. Luego fui con Susana a la ciudad, porque todos los niños tienen que ir al colegio y estudiar, y en las montañas dicen que no hay colegios. Como los abuelos eran muy viejos, me cuidaba Susana. Todo iba así de corriente, sin nada de particular, hasta que me puse enferma, hace más de un año. Luego me cortaron el pelo, me pude levantar, pasear un poco y ponerme del todo bien. Pero dijeron que en las montañas me pondría mucho mejor. Lo que más me gustó fue que Susana se volvería a la ciudad y me dejaría sola en casa de los abuelos. Al abuelo sí que le conocía, porque alguna vez había ido a verme al colegio. Un par de veces, creo yo, pero me acordaba muy bien de él. Era alto, vestido de negro, y tenía las manos muy grandes. Su anillo de boda casi me hubiera servido de pulsera, y era muy poco hablador, pero a su lado se estaba bien. Las veces que vino, me llevó a merendar y al parque, porque había árboles. Al cine no, porque decía que no le gustaba. A la abuela no la conocía más que por fotografía, como a papá y a mamá. O, por lo menos, no me acordaba de ella.
Levantando bien la cabeza, acercándola a la ventanilla, alcanzaba a ver la luna. Estaba bastante baja para mis diez años. Ahora ya he cumplido los trece, y soy muy diferente. Porque para eso me llevaron a las montañas. En el tiempo en que estuve enferma —creo que más de un año—, para mí todo era bastante confuso, lo recordaba muy poco, y como a saltos, a trozos sueltos. Luego fue cuando me cortaron el pelo al rape. Cuando el viaje, ya me empezaba a crecer, aunque muy poquito, y muy tieso. De vez en cuando me gustaba pasarme la mano por la cabeza, porque el pelo que nacía era muy finito y me hacía cosquillas en la palma de la mano. Cuando me miraba al espejo, me encontraba muy rara. Parecía un niño, aunque no del todo, porque no me habían quitado los pendientes, unos aritos muy pequeños de oro, que me pusieron, dice Susana, en cuanto nací. A mí no me gustan los pendientes. Leí en un libro que los salvajes se agujerean las narices y las orejas, para ponerse esas cosas. ¿Por qué nos harán lo mismo a las niñas? Ahora me estoy volviendo morena, pero entonces aún me crecía el pelo rubiancho, así como color avellana, que no me gustaba nada.

El aprendiz de Ana María Matute

80 páginas
ISBN: 978-84-233-4728-5
Lomo 1275
Presentación: Rústica con solapas con s/cub.
Colección: Áncora & Delfin

«Existió una vez un pueblo de gente sencilla, donde cada cual vivía de su trabajo. Pero aquel pueblo pertenecía a un país que sufrió guerra y sequía, y llegó para ellos un tiempo malo y miserable. Por aquellos días llegó al pueblo un viejo con dos burros cargados de mercancías y víveres. Empezó a hacer préstamos de dinero, herramientas, enseres e incluso comida.»


Existió una vez un pueblo de gente sencilla, donde cada cual vivía de su trabajo. Pero aquel pueblo pertenecía a un país que sufrió guerra y sequía, y llegó para ellos un tiempo malo y miserable.
Por aquellos días llegó al pueblo un viejo con dos burros cargados de mercancías y víveres. Empezó a hacer préstamos de dinero, herramientas, enseres e incluso comida.
De este modo, al poco tiempo todos los artesanos y vecinos estaban en sus manos.
Pasaron los años y el viejo montó un bazar adonde todos los vecinos, quisiéranlo o no, tenían que acudir para seguir viviendo, pues sus préstamos eran ya como una cadena que les tenía enlazados angustiosamente y de la que no veían fin. De este modo, el viejo arruinó a varias familias, y él cada día se enriquecía más y se adueñaba del pueblo.
El bazar era grande, oscuro, y el viejo, un hombre de corazón egoísta y duro, que todas las noches guardaba y contaba su dinero escondido en un agujero, bajo un ladrillo. Se llamaba Ezequiel y vivía completamente solo en el altillo de su tienda.
Cierta noche de invierno llamaron a su puerta, y vio a un chicuelo descalzo y muy sucio, que le miraba muy fijo con sus brillantes ojos negros.

Anatomía de un desencuentro (La Cataluña que es y la España que no pudo ser) de Germà Bel

300 páginas
ISBN: 978-84-233-4727-8
Lomo 259
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi

El apoyo a la independencia en Cataluña ha crecido aceleradamente en los últimos años. ¿Por qué se ha producido ese cambio? ¿Es sólo coyuntural o ha venido para quedarse?
Para dar respuesta a estas cuestiones, Germà Bel disecciona en este libro los problemas nucleares de la relación entre Cataluña y España.
En particular la dinámica del conflicto entre grupos, sus efectos sobre las relaciones territoriales y las consecuencias que todo ello tiene en el funcionamiento del Estado.
Asuntos que se proyectan sobre ámbitos de la política relacionados con el aumento del apoyo a la independencia: identidad nacional y sentido de comunidad (lengua y política educativa), razones económicas (relaciones fiscales con el Estado) y oportunidades de futuro en un mundo global (es decir, infraestructuras).


En Cataluña han pasado muchas cosas, como en tantos otros lugares. La más prominente, sin duda, es el advenimiento de la crisis económica, cimentada sobre un intenso crecimiento económico con pies de barro en la década previa. En 2008, el Producto Interior Bruto (PIB) decreció un 0,2 por ciento. La crisis se acentuó en 2009, con una caída del PIB del 4,2 por ciento. En los años siguientes, el crecimiento fue extremadamente modesto, y la economía catalana volvió a caer en 2012, como lo hace también en 2013. La principal y más grave consecuencia de esta evolución ha sido el aumento del desempleo. Si el año 2007 se cerró con una tasa de paro del 6,6 por ciento, según la Encuesta de Población Activa, en 2013 la tasa de paro había superado el 24 por ciento.2 El aumento del desempleo se ha cebado en el sector privado de la economía, pero también han sido notables los efectos sobre el sector público, tanto en términos de contratación de personal, como de sueldos y de servicios ofrecidos a los ciudadanos.
Los efectos del aumento del paro sobre la sociedad catalana han sido demoledores, con consecuencias dramáticas sobre todo para aquellas familias —y son muchas— que se han quedado sin miembros con ingresos regulares.
Claro que muy pocos pueden pensar que esto sea la respuesta a la pregunta «¿qué ha pasado en Cataluña en los últimos años?». Porque es algo sustancialmente similar a lo que ha sucedido en España y en otros países del Sur de Europa. Son, desde luego, problemas muy importantes y urgentes, y a ellos he dedicado la mayor parte de mis reflexiones en medios de comunicación en los últimos años. Pero no procede extendernos ahora más en ellos, pues no se halla aquí la respuesta a la pregunta que nos ocupa. Por tanto, no son el objetivo central de esta reflexión.
Si algo ha caracterizado y distinguido la vida social y política en los últimos años en Cataluña ha sido la eclosión del debate sobre la soberanía. Es decir, la idea de que son los ciudadanos y ciudadanas de Cataluña quienes deben decidir su futuro. También sobre la posible transformación de sus instituciones hacia una estructura estatal diferente. Algunos datos sobre la opinión de los catalanes son indicadores claros de esta dinámica.

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