miércoles, 23 de octubre de 2013

Novedades, octubre de 2013: Impedimenta (IV)



Las Bellas Extranjeras  de Mircea Cărtărescu

Traducción de Marian Ochoa de Eribe 

ISBN: 978-84-15578-55-0
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 256
PVP: 19,95 €

Mircea Cărtărescu, autor de las visionarias Nostalgia o Lulu, aborda tres relatos magistrales, cargados de un humor amargo y brutal. El volumen se abre con «Ántrax», que narra, en plena paranoia post-11-S, cómo el autor recibe un sospechoso sobre desde Dinamarca, hecho que moviliza al kafkiano establishment policial rumano.
En «Las Bellas Extranjeras», indudable pièce de résistance del volumen, asistimos al delirante viaje del autor en compañía de once escritores rumanos a tierras francesas, un descenso a los infiernos que alcanza, por momentos, la grandeza de lo grotesco. En «El viaje del hambre», un joven Cărtărescu aspirante a poeta en la época previa a la caída del comunismo, es invitado por un grupo de escritores de una ciudad de provincias y se ve arrastrado a un sinfín de situaciones absurdas con el estómago vacío y muerto de frío.


Hacia la plaza Kogălniceanu el miedo pareció ceder un poco (al fin y al cabo, solo se vive una vez) y empecé a preguntarme de nuevo quien habría podido enviarme a mi desde Dinamarca un sobre lleno de ántrax. Me detuve bruscamente ante una tienda de rosquillas y galletas. Estaba claro, tío... Apenas dos meses atrás, había publicado un pequeño ensayo en una revista cultural danesa, hermana gemela de la rumana en cuyas oficinas se había recibido el sobre. El itinerario estaba claro: el loco (o más bien diríamos el asesino) había leído mis opiniones, de marcado tono político, y había decidido que un individuo tan miserable no merecía vivir. Llegue a casa taciturno y agitado. Le relate a Ioana, que acababa de volver de las compras, todo lo acontecido aquella mañana. Mi relato seccionaba, con la dureza del filo de un cuchillo, nuestra vida extremadamente banal de «married with children». Acabábamos de entrar en otra dimensión. Respirábamos el aire denso de la aventura.
—Pero, hombre, ¿cómo se te ha ocurrido dejar el sobre tirado en la papelera? ¿Es que no te das cuenta? Podría cogerlo cualquier vagabundo, o un crio curioso. Puede ocurrir una desgracia… —me dijo Ioana mientras yo me lavaba las manos por quinta vez—. !Y encima pone tu nombre!
No lo había pensado. Al poco rato, lo único que teníamos claro era que había que volver corriendo a Brezoianu para recuperar el sobre. Si es que no era ya demasiado tarde… Busque una bolsa de plástico, encontré una de la editorial Humanitas, nos aseguramos bien de que no tuviera agujeros, cogimos también un rollo de cinta adhesiva y salimos a la calle. Llevaba incluso un par de guantes viejos que pensaba sacrificar después de usarlos.
Esta vez cogimos el trolebús, pues no había tiempo que perder. Tanto Ioana como yo estábamos sumidos en un silencio apesadumbrado. Además, la mano con la que había sujetado el sobre había empezado a picarme de nuevo. Al cabo de diez minutos estábamos ya junto al Dacia oxidado tras el cual se ocultaba la papelera.
—¡Mira, aquí está!
Introduje la mano cuidadosamente en la basura y agarré, con los dedos enguantados, la carta sobre la que nadie había arrojado nada (afortunadamente estábamos en invierno, y era muy temprano). Una señora nos miraba con insistencia desde las escaleras del edificio La Información: no dábamos el perfil de esos tan aficionados a hurgar en los cubos de basura, pero nunca se sabe. Tal y como están las cosas hoy en día… Debió de ver cómo depositábamos delicadamente el sobre en la bolsa anaranjada, cómo pegábamos el borde con cinta adhesiva, cómo yo me quitaba los guantes y los metía en otra bolsita. Ioana le lanzó una sonrisa de oreja a oreja y ambos nos dimos la vuelta.
Pronto estábamos de nuevo en casa, contemplando la bolsa sellada. La de los guantes llevaba ya un buen rato en la basura. Toqueteábamos con cautela el plástico reluciente y comentábamos: «Mira, aquí parece que hay algo acolchado… Esto parece papel…» Seguramente el desgraciado nos habría escrito algo cínico, algún tipo de amenaza de muerte: «En un par de horas estarás tieso…» O: «¡Prepárate para arder en el infierno!» ¿Qué se supone que teníamos que hacer ahora? ¿Tirar simplemente el sobre y olvidarlo todo? Y además, ¿dónde podíamos tirarlo? Al fin y al cabo, acabarían abriéndolo en algún sitio. ¿Y cómo podría seguir viviendo con la idea de que había sido atacado con ántrax? Además, aquello podía volver a suceder, quién sabe cómo y cuándo… No, se trataba de algo extremadamente grave, concluimos. Teníamos que ir con el sobre a la policía.
Reconozco que no me había sucedido nada parecido en toda mi vida. Ahora avanzaba en la historia con la inconsciencia sonadora con que te encaminas al quirófano, cuando tienes el miedo metido en el cuerpo pero a la vez te invade una extraña curiosidad, una especie de voluptuosidad por ser protagonista de algo importante, significativo. !Me habían atacado con ántrax! !Iba con la prueba a la policía! Nada comparable con la languidez de nuestra vida burguesa. Probablemente aparecería en los periódicos, seguro que el cotarro se animaría durante una buena temporada.

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