jueves, 21 de noviembre de 2013

Novedades, noviembre de 2013: Destino (II)



Legado en los huesos de Dolores Redondo

560 páginas
ISBN: 978-84-233-4745-2
Lomo 1280
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Áncora & Delfin

El juicio contra el padrastro de la joven Johana Márquez está a punto de comenzar. A él asiste una embarazada Amaia Salazar, la inspectora de la Policía Foral que un año atrás había resuelto los crímenes del llamado basajaun, que sembraron de terror el valle del Baztán. Amaia también había reunido las pruebas inculpatorias contra Jasón Medina, que imitando el modus operandi del basajaun había asesinado, violado y mutilado a Johana, la adolescente hija de su mujer.
De pronto, el juez anuncia que el juicio debe cancelarse: el acusado acaba de suicidarse en los baños del juzgado. Ante la expectación y el enfado que la noticia provoca entre los asistentes, Amaia es reclamada por la policía: el acusado ha dejado una nota suicida dirigida a la inspectora, una nota que contiene un escueto e inquietante mensaje: «Tarttalo». Esa sola palabra que remite al personaje fabuloso del imaginario popular vasco destapará una trama terrorífica que envuelve a la inspectora hasta un trepidante final.

«Es difícil encontrar a otro autor que irrumpa en el thriller criminal con esta fuerza y originalidad.» La Razón 


Amaia se dirigió a la salida trasera decidida a no encontrarse con la madre de Johana. No habría sabido qué decirle, quizá que todo había acabado, o que al final aquel desgraciado se había escabullido hacia el otro mundo como la rata que era. Mostró a los guardias su placa y por fin se vio libre de la atmósfera del interior. Había dejado de llover y, a través de las nubes, la luz incierta y brillante de entre chubascos tan típica de Pamplona le arrancó unas lágrimas mientras revolvía su bolso buscando las gafas de sol. Le había costado encontrar un taxi que la llevara al juzgado en hora punta. Cuando llovía siempre pasaba lo mismo, pero ahora unos cuantos coches hacían cola en la parada mientras los pamploneses optaban por caminar. Se detuvo un momento ante el primero. Aún no quería ir a casa, la perspectiva de tener a Clarice dando vueltas y bombardeándola a preguntas no le resultaba nada atractiva. Desde que sus suegros habían llegado hacía dos semanas, el concepto de hogar había sufrido serias alteraciones. Miró hacia las invitadoras cristaleras de las cafeterías situadas frente al juzgado y al extremo de la calle San Roque, donde vislumbró los árboles del parque de la Taconera. Calculó un kilómetro y medio hasta su casa y echó a andar. Si se cansaba, siempre podía coger un taxi.
Sintió un inmediato alivio cuando al penetrar en el parque dejó el ruido del tráfico a su espalda, y el frescor de la hierba mojada sustituyó el del humo de los coches. De modo imperceptible relajó su paso y enfiló uno de los senderos de piedra que recortaban el perfecto verdor. Tomó aire profundamente y lo dejó salir muy despacio. Menuda mañana, pensó; Jasón Medina encajaba perfectamente en el perfil del reo que se suicida en prisión. Violador y asesino de la hija de su esposa, había permanecido aislado a la espera del juicio, y resultaba seguro que la perspectiva de mezclarse con los presos comunes tras la condena le había aterrorizado. Lo recordaba de los interrogatorios nueve meses atrás, durante las investigaciones del caso Basajaun, como un ratón lloroso y asustado, que confesaba sus atrocidades entre un mar de lágrimas.
Aunque eran casos distintos, el teniente Padua de la Guardia Civil la había invitado a participar, debido al intento chapucero de Medina de imitar el modus operandi del asesino en serie que ella perseguía, basándose en lo que había leído en la prensa. Nueve meses, justo cuando quedó embarazada. Muchas cosas habían cambiado desde entonces.
—¿Verdad, pequeña? —susurró, acariciándose la tripa.
Una fuerte contracción la obligó a detenerse. Apoyada en el paraguas e inclinada hacia adelante aguantó la impresión de terrible pinchazo en la parte baja del vientre, que se extendió hasta la cara interna de los muslos, provocándole un calambre que le arrancó un quejido, no tanto de dolor como de sorpresa por la intensidad. La oleada decreció tan rápido como había llegado.
Así que así era. Se había preguntado mil veces cómo sería estar de parto y si sabría distinguir las primeras señales o sería una de esas mujeres que acuden al hospital con la cabeza del niño fuera o que dan a luz en un taxi.
—¡Oh, pequeña! —le habló dulcemente—, aún falta una semana, ¿estás segura de querer salir ya?

¿Qué quieren las mujeres? (Últimas revelaciones de la ciencia sobre el deseo sexual femenino) de Daniel Bergner

232 páginas
ISBN: 978-84-233-4743-8
Lomo 261
Presentación: Rústica con solapas
Colección: Imago Mundi
Traductor: Julia Alquézar

¿Qué quieren las mujeres? muestra la trastienda de algunos de los más rompedores experimentos sobre sexualidad y nos pone frente a frente con sus resultados, a menudo incómodos. ¿Es posible que la sexualidad femenina sea tan agresiva y voraz como la masculina? ¿Qué importancia tiene realmente para las mujeres la conexión emocional a la hora de meterse en la cama con alguien? ¿Qué papel desempeña el narcisismo —el deseo de ser deseada— en la sexualidad femenina? ¿Podría el descubrimiento del Viagra para mujeres acabar con la monogamia… o hacerla, quizá, soportable?

«Un libro intensamente inteligente sobre un asunto que a menudo sobrepasa nuestra inteligencia.» GAY TALESE
«Es todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo pero nunca supo preguntar.» The New York Post
«Todas las mujeres de la Tierra deberían leerlo.» Salon.com


Y mientras ellos me guiaban por sus laboratorios y observatorios de animales, yo escuchaba todos los días a incontables mujeres que compartían sus deseos y su desconcierto, que explicaban lo que podían y no podían comprender sobre su sexualidad. Algunas de sus historias aparecen entrelazadas en estas páginas. A Isabel, una mujer en la treintena, le atormentaba una cuestión básica: si debía casarse con su guapo y adorable novio, al que había dejado de desear. En ocasiones, cuando estaban en un bar, ella le decía: «Bésame, bésame como si fuera la primera vez que nos viéramos». Sentía una reverberación, terriblemente tenue, que de inmediato se desvanecía. Le parecía ridículo, y repetía de forma continuada: «Es mejor no pedir cosas así». «Ni siquiera tengo treinta y cinco años —me dijo—. ¿Ya no voy a sentir mariposas en el estómago nunca más?» Después estaba Wendy, que era diez años mayor que Isabel y se había inscrito en las pruebas para el Lybrido y Lybridos para comprobar si una píldora experimental podía restaurar algo del deseo que en otra época había sentido por su marido, el padre de sus dos hijos.
Entrevisté a otras mujeres, como Cheryl, que lenta y voluntariosamente intentaban recuperar su capacidad para sentir deseo después de pasar por una cirugía que la había desfigurado, o Emma, que quería empezar nuestra conversación en el club de striptease donde se había ganado la vida una década atrás; sin embargo, ellas no aparecen en estos capítulos y sus casos se tratan sin citarlas. Hice multitud de entrevistas con la esperanza de encontrar más líneas de investigación, y, al final, la ciencia reciente y las voces de las mujeres me dieron unas lecciones claras:
El deseo de las mujeres, su inherente variedad y su poder innato, es una fuerza infravalorada y constreñida, incluso en nuestra época, cuando todo parece inundado de sexo, lejos de cualquier restricción.
A pesar de las ideas preconcebidas que nuestra cultura sigue imbuyéndonos, esta fuerza, en su mayor parte, no se desata debido a una mayor intimidad emocional ni a la seguridad, como Marta Meana se encargaría de recalcar, tanto delante de sus aparatos de seguimiento de ojos como en el escenario de un casino.
Y una de nuestras hipótesis más tranquilizadoras y relajantes, sobre todo para los hombres, pero también para las mujeres, la de que el eros femenino se adapta mucho mejor a la monogamia que la libido masculina es poco más que un cuento de hadas.
La monogamia es uno de los ideales de nuestra cultura que más apreciamos y que más arraigado está. Podemos dudar de la norma y preguntarnos si está equivocada, y tal vez no consigamos ceñirnos a ella, pero seguimos viéndola como algo tranquilizador y simplemente correcto. Define quién pretendemos ser en el aspecto romántico; dicta la forma de nuestras familias o, al menos, dicta nuestros sueños domésticos; moldea nuestras creencias sobre lo que significa ser un buen padre. En definitiva, la monogamia es, o así lo sentimos, parte del tejido crucial que mantiene nuestra sociedad unida, que evita que todo se deshaga.
Se supone que las mujeres son las aliadas naturales de los estándares, las cuidadoras, las defensoras y los seres sexuales más aptos, biológicamente, para la fidelidad. Nos aferramos al cuento de hadas y lo hacemos con la ayuda de la psicología evolutiva, una disciplina cuya teoría sexual —si se puede llamar así— se centra en comparar a mujeres y hombres, que cala en nuestra conciencia y calma nuestros miedos. Y, mientras tanto, las compañías farmacéuticas buscan una medicina, un fármaco para mujeres, que sirva como una cura para la monogamia.

Entre el desierto y el mar (Nuevo viaje a la tierra de Israel y Palestina) de Rafael Dezcallar

ISBN: 978-84-233-4752-0
Presentación: ePub
Colección: Imago Mundi

Entre el desierto de Arabia y el mar Mediterráneo existe una tierra que desde la más remota Antigüedad ha polarizado las miradas y los sueños de los hombres. Unos sostienen que Dios se la entregó a su pueblo; otros que ese Dios nació en ella; otros, que su profeta la escogió para subir desde allí a los cielos. Las tres grandes religiones monoteístas la sienten como algo propio. Ellas han querido embellecerla y honrarla, y también han derramado mucha sangre por su causa.


Está en la naturaleza de los conquistadores intentar despojar a los conquistados no sólo de su tierra, sino también de su identidad y de su memoria. Junto a la iglesia de San Pedro se han colocado unos grandes paneles que explican la historia de Jaffa, y que consiguen milagrosamente hacerlo sin mencionar prácticamente los más de mil años de presencia árabe que precedieron a 1948. Algo parecido sucede en el nuevo museo, muy bien presentado, instalado en la plaza frente a la iglesia. Paseando por allí un día con André Mazawi —árabe de Jaffa, profesor de la Universidad de Tel Aviv e investigador de la historia de su ciudad—, él me señalaba los textos explicativos en los que se decía que Jaffa fue liberada en 1948: «¿Liberada de quién? ¿De sí misma? ¿De sus propios habitantes?». André me explicó entonces que el alcalde de Tel Aviv había encargado este proyecto de reordenación histórica de Jaffa a Rehavam Zeevi, un general retirado cuyo apodo en el ejército era Gandhi, y que más adelante se metió en política, defendiendo posiciones ultranacionalistas. Los caricaturistas israelíes solían dibujarlo arrastrando un camioncito cargado de palestinos, en referencia a sus tesis favorables a la idea de transferencia (más bien expulsión) a Jordania de la población palestina de los Territorios Ocupados, con el objeto de dejar libre la tierra para los colonos judíos. El sueño más o menos confesado de buena parte de la derecha nacionalista israelí —para cuyo objetivo del Gran Israel (es decir, la anexión de los Territorios Ocupados en 1967) los palestinos suponen una molestia— sería levantarse un día y descubrir que los palestinos han desaparecido, que simplemente se han esfumado. Años más tarde, Zeevi fue asesinado por un comando palestino durante la segunda intifada.
Pero algo parecido ha sucedido siempre y seguirá sucediendo en todas las conquistas, y nadie puede extrañarse de que los conquistadores judíos repitan lo que conquistadores de naciones muy diferentes han hecho a lo largo de los tiempos. ¿No hicieron lo mismo los árabes cuando expulsaron a los bizantinos de Palestina tras la batalla del río Yarmuk, en el año 636? ¿O el emperador Adriano, cuando destruyó Jerusalén y su templo tras la segunda revuelta judía, obligando a los judíos a marchar a la diáspora? Aun así, la forma particularmente descarnada en la que árabes e israelíes pelean por la misma tierra hace también más descarnadas las huellas del combate. En Jaffa, por ejemplo, en el barrio donde vivían los oficiales británicos en la época del Mandato, la casa más bonita frente al mar, sobre el acantilado, se la quedó en 1948 uno de sus conquistadores, Isaac Sadeh, fundador del Palmach, y uno de los creadores de las grandes tradiciones militares del ejército israelí. A mí eso me parece en cierta forma justo, o al menos acorde con la terrible justicia de la historia. Su hijo Yoram sigue viviendo allí, pero participa junto a los árabes de Jaffa en las movilizaciones destinadas a evitar que la ciudad pierda completamente su carácter árabe. Mantiene tal como lo dejó su padre el pequeño jardín de la casa, envuelto en el aroma de las adelfas y abierto directamente sobre el acantilado. Pero la tierra sobre la que se levanta la casa parece resuelta a rebelarse contra su destino. Cada año desaparece un trozo de jardín, que va desmoronándose poco a poco por el borde del acantilado y cayendo sobre el mar.
Lo que resulta estremecedor no es la judaización imparable de Jaffa, tierra conquistada, ni tampoco el aire de decorado teatral, de Disneylandia histórica que se le ha dado a su casco viejo. Se han colocado por todas partes pequeñas siluetas de Napoleón que señalan los puntos de interés turístico —como los Micky Mouses que indican el camino en las otras Disneylandias—, a pesar de que la toma de Jaffa por quien terminaría convirtiéndose en emperador de los franceses fue una de las mayores calamidades de la historia de la ciudad, que necesitó décadas para recuperarse de la matanza y las destrucciones. Pero, en la mentalidad de quienes lo han colocado allí, Napoleón debe de resultar decorativo y darle cierto prestigio histórico a la Jaffa restaurada.

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