jueves, 16 de enero de 2014

Novedades, enero de 2014: Impedimenta (I)



La flor azul de Penelope Fitzgerald 

Traducción de Fernando Borrajo
Postfacio de Terence Dooley 

ISBN: 978-84-15979-10-4
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 320
PVP: 21,95 €

Cuando Friedrich von Hardenberg, quien más tarde tomaría el nombre de Novalis, le habla de la flor azul a su querida Sophie, una niña de doce años de la que se enamora en un primer encuentro, lo hace en el tono misterioso, secreto, de quien no ha descifrado todavía el significado del que será el símbolo del romanticismo alemán. Fritz es un joven brillante, un genio.
Ha estudiado dialéctica y matemáticas, es amigo del crítico Schlegel, del filósofo Fichte y del gran Goethe, y ahora ha de aceptar un trabajo que no desea como inspector de minas de sal. Escribe poesía, ha empezado una novela y, sobre todo, desea ser feliz junto a su «sabiduría», la joven Sophie, que ha nacido para estar alegre y reír sin cesar. Ninguno de los dos sabe aún que su búsqueda de la belleza y del infinito tendrá que enfrentarse a duras pruebas.


Ambos se abalanzaron sobre Fritz.
—¿Cuántos sois en total? —volvió a preguntar Dietmahler. Sidonie le dio la mano y sonrió.
«Aquí, en medio de la mantelería, me perturba la presencia de la hermana pequeña de Fritz Hardenberg», pensó Dietmahler. «Esta es una de las cosas que quería evitar.»
—Karl andará por algún lado, y Anton, y Bernhard, pero somos muchos más —dijo Sidonie. Dentro de la casa, como si contara menos que las sombras, se encontraba la baronesa von Hardenberg.
—Madre —dijo Fritz—, este es Jacob Dietmahler, que estudió en Jena conmigo y con Erasmus y ahora es profesor adjunto de medicina.
—Todavía no —dijo Dietmahler—, aunque espero serlo pronto.
—Ya sabes que he estado en Jena para visitar a mis amigos —prosiguió Fritz—. El caso es que lo he invitado a pasar unos días con nosotros.
La baronesa lo miró aterrada, como un animal en peligro.
—Dietmahler necesita un poco de coñac, aunque solo sea para mantenerlo despierto durante unas horas.
—¿No se encuentra bien? —preguntó la baronesa con consternación—. Avisaré al ama de llaves.
—No hace falta —dijo Erasmus—. Tendrás tus propias llaves del comedor, supongo.
—Claro que sí —dijo la baronesa, mirándolo de modo suplicante.

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