jueves, 6 de febrero de 2014

Novedades, febrero de 2014: Impedimenta (I)



Querido Diego, te abraza Quiela de Elena Poniatowska

ISBN: 978-84-15979-20-3
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 96
PVP: 14,95 €

Octubre de 1921. Angelina Beloff, pintora rusa exiliada en París, envía una carta tras otra a su amado Diego Rivera, su compañero desde hace diez años, que la ha dejado abandonada y se ha marchado a México sin ella. Angelina, a quien Diego se dirige con el diminutivo de
Quiela, fue la primera esposa del muralista mexicano y una excelente pintora, eclipsada por el genio de su marido. Su relación, marcada por la pobreza y por la tiranía de Rivera, fue tormentosa, y la adoración de Quiela, incondicional. Brutal, ególatra, irresistible, Rivera se nos dibuja como un monstruo que hace su voluntad en el arte y el amor. «Ella me dio todo lo que una mujer puede dar a un hombre», diría Rivera. «En cambio, recibió de mí todo el dolor en el corazón y la miseria que un hombre puede causarle a una mujer.»


7 de noviembre de 1921

Ni una línea tuya y el frío no ceja en su intento de congelarnos. Se inicia un in­vierno crudísimo y me recuerda a otro que tú y yo quisiéramos olvidar. ¡Hasta tú abandonabas la tela para ir en busca de combustible! ¿Re­cuerdas cómo los Severini llevaron un carrito de mano desde Montparnasse hasta más allá de la barrera de Montrouge donde consiguie­ron medio saco de carbón? Hoy en la mañana al alimentar nuestra estufita pienso en nuestro hijo. Recuerdo las casas ricas que tenían cale­facción central a todo lujo, eran, creo, calderas que funcionaban con gas, y cómo los Zeting, Miguel y María, se llevaron al niño a su de­partamento en Neuilly para preservarlo. Yo no quise dejarte. Estaba segura de que sin mí ni siquiera interrumpirías tu trabajo para comer. Iba a ver al niño todas las tardes mientras tú te absorbías en El matemático. Caminaba por las calles de nieve ennegrecida, enlodada por las pi­sadas de los transeúntes y el corazón me latía muy fuerte ante la perspectiva de ver a mi hijo. Los Zeting me dijeron que apenas se recuperara se lo llevarían a Biarritz. Me conmovía el cuida­do con que trataban al niño. María, sobre todo, lo sacaba de la cuna —una cuna lindísima como nunca Dieguito la tuvo— con una precaución de enfermera. Aún la miro separar las cobijas blancas, la sabanita bordada para que pudiera yo verlo mejor. «Hoy pasó muy buena noche», murmuraba contenta. Lo velaba. Ella parecía la madre, yo la visita. De hecho así era, pero no me daban celos, al contrario agradecía al cielo la amistad de los Zeting, las dulces manos de la joven María arropando a mi hijo. Al re­gresar a la casa, veía yo los rostros sombríos de los hombres en la calle, las mujeres envueltas en sus bufandas, ni un solo niño. Las noticias siempre eran malas y la concierge se encargaba de dármelas. «No hay leche en todo París» o «Dicen que van a interrumpir el sistema mu­nicipal de bombeo porque no hay carbón para que las máquinas sigan funcionando», o más aún «el agua congelada en las tuberías las está reventando». «Dios mío, todos vamos a morir.» Después de varios días, el médico declaró que Dieguito estaba fuera de peligro, que había pa­sado la pulmonía. Podríamos muy pronto lle­várnoslo al taller, conseguir algo de carbón, los Zeting vendrían a verlo, nos llevarían té, del mucho té que traían de Moscú. Más tarde via­jaríamos a Biarritz, los tres juntos, el niño, tú y yo cuando tuvieras menos trabajo. Imaginaba yo a Dieguito asoleándose, a Dieguito sobre tus piernas, a Dieguito frente al mar. Imaginé días felices y buenos, tan buenos como los Zeting y su casa en medio de los grandes pinos que pu­rifican el aire como me lo ha contado María, casa en que no habría privaciones ni raciona­miento, en que nuestro hijo empezaría a cami­nar fortalecido por los baños de sol, el yodo del agua de mar. Dos semanas más tarde, cuando María Zeting me entregó a Dieguito, vi en sus ojos un relámpago de temor, todavía le cubrió la carita con una esquina de la cobija y lo puso en mis brazos precipitadamente. «Me hubie­ra quedado con él unos días más, Angelina, es tan buen niño, tan bonito, pero imagino cuánto debe extrañarlo.» Tú dejaste tus pince­les al vernos entrar y me ayudaste a acomodar el pequeño bulto en su cama.

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