jueves, 27 de marzo de 2014

Novedades, marzo de 2014: Anagrama (I)



Peste & Cólera de Patrick Deville

ISBN 978-84-339-7887-5
PVP con IVA 18,90 €
Nº de páginas 240
Colección  Panorama de narrativas
Traducción José Manuel Fajardo

En 1887, mientras Francia prepara los festejos del centenario de la Revolución Francesa, Louis Pasteur funda una escuela de biología y descubre la vacuna contra la rabia. Con veintidós años, el suizo Alexandre Yersin llega a París y se enrola en la aventura pasteuriana. Investiga sobre la tuberculosis y la difteria, y todo lo encamina a convertirse en uno de los sucesores privilegiados de Pasteur. Pero a Yersin lo mueve un espíritu aventurero, como el de su admirado Livingstone, héroe de su infancia y adolescencia. Entonces, el joven se enrola como médico en un barco, se hace a la mar e inicia sus travesías por Extremo Oriente, explora la jungla, y viaja a China, Adén y Madagascar. Y durante la gran epidemia de Hong Kong, en 1894, descubre el bacilo de la peste.
Éstas son sólo algunas de las hazañas de un científico y explorador al que Patrick Deville consagra esta emocionante epopeya de tintes conradianos, donde el brillante ejercicio literario se combina con un preciso trabajo de documentación que llevará al escritor a sumergirse en el fascinante universo de la correspondencia mantenida por la «banda de los pasteurianos». Peste & Cólera es la narración de una apasionada aventura científica y humana. Y, a la vez, el relato de las primeras décadas de un convulso siglo XX, que transcurre al ritmo del avión desde el que Yersin, durante su último viaje desde Francia a Saigón, en 1940, rememora una vida consagrada al desarrollo del conocimiento humano.
Peste & Cólera, después de obtener el Premio Femina y el de la FNAC, fue galardonado con el Prix des Prix 2012, elegido entre los ocho premios literarios franceses más importantes, en su segunda convocatoria (en la primera, en 2011, lo obtuvo Limónov, de Emmanuel Carrère).
«Un libro erudito y modesto, divertido y empático, claro y justo, sólido como el granito, y en el que, como en el granito, destellan cientos de fragmentos de mica procedentes de Rimbaud, de Baudelaire o de Hugo» (Jean-Baptiste Harang, Le Magazine Littéraire).
«A través de la larga vida de Alexandre Yersin, Deville narra un siglo de descubrimientos científicos, de guerras franco-alemanas, de colonización... Este estilista notable conjuga la vivacidad con la que conduce su relato y la sobriedad de sus frases, escritas siempre como si ocultase una discreta sonrisa en la comisura de sus labios –que puede aludir tanto a la simpatía hacia su personaje como a su propia posición de “fantasma del futuro” que sigue el rastro de un héroe discreto. Es así como el autor evita caer en la hagiografía y nos brinda uno de los libros más interesantes de los últimos tiempos» (Raphaëlle Leyris, Le Monde).
«Patrick Deville comparte con Alexandre Yersin no sólo la pasión por los viajes sino también una insaciable curiosidad. Para construir su personaje se ha valido de una lectura asidua de la prensa, de años de investigación en todo tipo de archivos..., de una suma de documentos que el novelista transmuta en un formidable concentrado literario, reivindicando “la novela de invención sin ficción”» (Delphine Peras, Lire).
«Para escribir una ficción tan atravesada por lo real, hace falta, sin ninguna duda, ser un escritor excepcional» (Nicolas Ungemuth, Le Figaro).


INSECTOS 

El anciano hojea el cuaderno y luego se adormece con el zumbido de los motores. Ha pasado días sin conciliar el sueño. El hotel estaba invadido por los voluntarios de Protección Civil con sus brazaletes amarillos. De noche, las alertas y los sillones colocados al abrigo del sótano, al final de las galerías donde yacen las botellas. Tras sus párpados cerrados, el jugueteo del sol sobre el mar. El rostro de Fanny. El viaje de una joven pareja por la Provenza hasta Marsella para capturar insectos. ¿Cómo escribir la historia del hijo sin la del padre? La del suyo fue breve. El hijo nunca lo conoció.
En Morges, en el cantón suizo de Vaud, más que indigencia lo que había, tanto en casa de los Yersin como en las de los vecinos, era una estricta frugalidad. Allí un céntimo es un céntimo. Las faldas raídas de las madres se pasan a las sirvientas. El padre va cursando estudios con mediana intensidad en Ginebra, a golpe de clases particulares; por un tiempo se convierte en profesor de colegio, apasionado por la botánica y la entomología, aunque para ganarse el pan lleva la administración de unos polvorines. Usa chistera y la larga chaqueta negra entallada de los sabios, lo sabe todo de los coleópteros, se especializa en ortópteros y acrídidos.
Dibuja cigarras y grillos, los mata, coloca sus élitros y antenas bajo el microscopio, envía informes a la Sociedad de Ciencias Naturales de Vaud e incluso a la Sociedad Entomológica de Francia. Después, helo ahí convertido en intendente de la empresa de explosivos, que no es poca cosa. Prosigue con el estudio del sistema nervioso del grillo campestre y moderniza la fábrica. Su frente aplasta el último grillo. El brazo, en una última contracción, vuelca los tarros. Alexandre Yersin muere a la edad de treinta y ocho años. Un escarabajo verde recorre su mejilla. Un saltamontes se enreda en sus cabellos. Un escarabajo de la patata entra en su boca abierta. Su joven esposa Fanny está encinta. La viuda del patrón tendrá que abandonar el polvorín. Después de la oración, en medio de fardos de ropa y vajillas apiladas, nace un niño. Le ponen el nombre del marido muerto.

Avenida de los Gigantes de Marc Dugain

ISBN 978-84-339-7889-9
PVP con IVA 19,90 €
Nº de páginas 384
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Joan Riambau

Si no midiera casi dos metros veinte y tuviera un coeficiente intelectual superior al de Einstein, Al Kenner sería un adolescente ordinario. El día del asesinato de John Fitzgerald Kennedy, sin embargo, su vida dará un vuelco y saldrá a la luz que en el cuerpo de ese gigantón habita un muchacho traumatizado por los malos tratos que le inflige su madre alcohólica, que disfruta decapitando gatos y jugando a la silla eléctrica con su hermana menor, y que ha asesinado a sangre fría a sus abuelos. Después de cinco años internado en un psiquiátrico, rehabilitado y sin antecedentes penales gracias a su extraordinaria inteligencia y sus dotes de manipulación, Al pisará de nuevo la calle.
Desconcertado ante el pacifismo y la contracultura de los jóvenes de su edad, esos hippies a los que no alcanza a comprender, y tras ver truncado debido a su altura su deseo de alistarse para ir a Vietnam o ingresar en la policía, Al se convierte en asesor psicológico de la policía de Santa Cruz. Como él mismo afirma, «haber matado confiere una auténtica legitimidad en la comprensión del fenómeno del paso a la acción que siempre será un misterio para el neófito», y está dispuesto a ayudar a poner fin a la ola de crímenes que vive California.
Inspirado en un personaje real, Ed Kemper, un asesino en serie condenado a perpetuidad, y narrado como si se tratara de las memorias escritas por el protagonista desde la cárcel, Avenida de los Gigantes es un perturbador autorretrato de un asesino fuera de lo común.
«No hay hemoglobina en este falso thriller, no hay exhibicionismo ni detalles alucinantes, pero sí una buena dosis de suspense aunque desde el inicio se conozca la culpabilidad de su protagonista. La verdadera intriga es sin duda la personalidad del asesino» (Marianne Payot, L’Express).
«Posee la precisión matemática en el horror y la logística de la crueldad tranquila que sólo se encuentra en los grandes maestros rusos» (Albert Sebag, Le Point).
«Preciso y documentado, Dugain manifiesta de nuevo esa facultad de ilusionar al lector en la que Balzac, que tanto sabía de eso, veía la cualidad principal del novelista» (Jacques Nerson, Le Nouvel Observateur).
«Entre novela psicológica, emocionante novela negra y road movie literaria, Avenida de los Gigantes hace la autopsia, a través de un monstruo cautivador, del combate interior de una nación en plena mutación: Estados Unidos» (Anne Berthod, La Vie).
«La fuerza del tema, la inteligencia del planteamiento, la calidad de la escritura, la maestría en el uso de un humor irónico y la elaborada construcción de la novela atrapan al lector, aspirado por la espiral de la tragedia de un hombre y a la vez la de un país, los Estados Unidos de los años sesenta, aquellos del asesinato de los Kennedy y del Festival de Woodstock» (Thierry Gandillot, Les Echos).


¿A quién se le puede hablar de ese aburrimiento en el que uno se sume de la mañana a la noche y que merma meticulosamente la propia voluntad hasta el punto de que cualquier acción nace ya muerta? No hice ni un solo amigo durante los dos años que pasé en North Fork. Nunca me apetecía hablar con nadie y eso debía de ser tan visible que me evitaban cuidadosamente. Sabía que de vez en cuando era objeto de maledicencias pero no me preocupaba. Era insensible al juicio de los demás, a sus aspavientos, a su pequeña vida sin gloria en esa ciudad que se enorgullecía de ser el ombligo de California. La guerra de Vietnam acababa de empezar y me hubiera alistado para hacer honor a mi padre, un gran combatiente de la Segunda Guerra Mundial. Pero tenía un miedo visceral a la violencia física. Cada vez que se producía una pelea en el colegio, daba gracias al Creador por hacer que mi masa me mantuviera alejado de ella. Me hubiera rajado ante cualquier chavalín dispuesto a zurrarme.
Mis fantasías acerca de las chicas eran mi único vínculo con esa comunidad. Un espacio de libertad, una zona sin leyes. Hacía con ellas lo que se me antojaba en mis sueños y nadie podía decirme nada. Las fantasías rigen el mundo. La mayoría de la gente que hace el amor no está presente en su cabeza con la persona a la que está poseyendo, estoy convencido. Consideraba mi facultad de fantasear como una especie de superioridad porque en mis sueños me las follé a todas, profesoras y alumnas, guapas y feas a las que encontraba la manera de darles algún encanto y a las que, sin que lo supieran, les procuraba emociones que ningún ser de carne y hueso podía proponerles. Veía en la mirada de todas esas chicas la incomodidad de haber sido largamente poseídas por mí. Mis fantasías imaginarias me bastaban. Nunca contemplaba acostarme con una chica de verdad, no sólo porque sabía que me sería difícil dar con una que aceptara, sino por una cuestión de control. En mis fantasías, lo controlaba todo, ¿pero qué podría haber ocurrido en la realidad? Todo podría haberse ido al traste, supongo.
Con Ava Pinzer era diferente. Algo nos ligó desde el origen. Ella también era muy alta. No tan alta como yo, pero demasiado alta para ser una chica, más de metro ochenta y cinco, y eso la hacía singular. Pasaron tres meses antes de que nos habláramos. Cuando nos cruzábamos por los pasillos de la escuela, desde mi altura sólo la veía a ella y ella sólo me veía a mí. Yo nunca hubiera dado el primer paso. Ella tampoco. A veces intercambiábamos una sonrisa de connivencia. Lo que me decidió a hablarle fue que ella ya tenía carnet de conducir y sus padres le habían comprado un viejo Dodge azul oscuro para ir hasta su casa, que estaba bastante lejos de North Fork. El autobús escolar no pasaba por donde vivían. Le quedaban cuatro millas después de la última parada, la mitad sobre asfalto y la otra por un camino de tierra que conducía a una antigua aldea de buscadores de oro donde sólo quedaba una casa de las cinco con las que había contado en su época de esplendor. Esto lo supe tras nuestra primera charla. Al salir del colegio, nos encontramos pegados el uno al otro entre empujones y ella inició la conversación. No era ni guapa ni fea y eso me convenía. Tenía la nariz bastante grande y los pies grandes, pero en conjunto era bastante femenina. Detesto a las mujeres varoniles. Me siento incluso más incómodo al ver a una mujer viril que cuando me cruzo con un tipo un poco afeminado. Una mujer masculina me provoca un miedo rayano en el pánico. Ava, sus padres la habían llamado así por Ava Gardner, tenía, como yo, apellido alemán. Se suponía que eso debía aproximarnos, pero nos daba igual. No conocía mucho sobre mis orígenes y ella tampoco sabía demasiado sobre los suyos. Eso la hubiera obligado a averiguar por qué sus padres se habían perdido en semejante agujero y no le apetecía. Por mi parte, tenía el recuerdo de que mi padre fue objeto de una larga investigación de la policía militar acerca de sus orígenes antes de incorporarse a las fuerzas especiales durante la guerra. Eso no le hacía muy simpático su apellido, sobre todo porque, en los años sesenta, nadie se interesaba particularmente por Alemania. Puesto que de todas formas nadie se atrevía a mofarse de mí, mi apellido no me hizo sufrir. Sus padres me apreciaron desde el primer momento gracias a la impresión de seguridad que transmitía. Y además, a mi lado, ella parecía muy menuda y por ello más femenina. Los dos eran buenas personas. Su padre acababa de jubilarse en el Servicio Forestal y su madre tenía una cara triste y pálida. Cultivaban una franja de tierra alrededor de la casa y eso les permitía vivir prácticamente en una autarquía alimentaria. Varias veces quisieron que me quedara a cenar pero no acepté. Sabía que pertenecían a una especie de Iglesia y que la bendición podía durar una eternidad, y en esa época no estaba yo para bobadas. Aunque no era ateo en absoluto, no soportaba que me hablaran de Dios, me parecía obsceno. Ava era como yo. Vivía sin una meta precisa. Nada la motivaba particularmente. Detestaba el deporte, pero no le disgustaba dar largos paseos alrededor de su casa, por aquellas secas colinas de hierbas caídas, salpicadas de coníferas entre las que a veces se podía sorprender a un oso o a un ciervo. No hablábamos de gran cosa y me gustaba por ese motivo. Era pausada, a diferencia de todas aquellas chicas narcisistas que frecuentaban el colegio y que taladraban a los muchachos con sus sueños de concursos de belleza. A menudo me acompañaba a casa en coche y al contrario que sus padres, siempre tan atentos conmigo, mi abuela le hacía un gesto de desprecio con la cabeza. Mi abuela hablaba mal a los hombres y se quedaba callada ante las otras mujeres salvo si, empujada por algún interés, se sentía obligada a darles conversación. Juntos, Ava y yo no perdíamos nuestra soledad, puesto que no había nada en juego.

Todo un hombre de Tom Wolfe

ISBN 978-84-339-7892-9
PVP con IVA 26,90 €
Nº de páginas 792
Colección  Panorama de narrativas
Traducción Gabriel López Guix

Charlie Croker es dueño de un negocio inmobiliario, ha cumplido los sesenta y tiene una segunda esposa de sólo veintiocho años. Pero la vida de este triunfador se empieza a resquebrajar cuando descubre que no puede devolver el cuantioso crédito que pidió al banco para expandir su imperio de ladrillo. Croker inicia un descenso a los infiernos en el que se cruzará con un joven idealista que soporta con estoicismo los embates de la vida y un abogado negro que ha ascendido socialmente. Tom Wolfe escruta en esta novela las grietas de una de las grandes urbes del Sur: Atlanta. Y lo que emerge es un aquelarre de conflictos raciales, corrupción de los poderes político y eco- nómico, ostentación y sexo...
«Tan divertido como todo lo que ha escrito Wolfe, pero, al mismo tiempo, profunda y extrañamente conmovedor» (The New York Times Book Review).
«Una obra musculosa, caldeada por su ambientación sureña... Nos fascina por su mayúscula ambición» (John Updike).
«Feroz e instantáneamente adictivo... Este libro se convertirá en un buen amigo del lector» (Martin Amis).


Las Inviernas de Cristina Sánchez-Andrade

ISBN 978-84-339-9774-6
PVP con IVA 16,90 €
Nº de páginas 248
Colección  Narrativas hispánicas

Galicia, años cincuenta. Dos hermanas regresan a Tierra de Chá después de una larga ausencia, muy unidas por un hecho oscuro cometido en el pasado, y también por su pasión por el cine y la vida de los artistas de Hollywood. Vuelven a la que fue la casa de su abuelo, de la que tuvieron que huir cuando eran niñas, y donde hombres y animales conviven bajo el mismo techo. En Tierra de Chá, nada y todo ha cambiado, las gentes, la pequeña casa lejana bajo la lluvia, el olor acre del tojo, las flores, las cosechas, las costumbres... Pero las fronteras entre la verdad y la mentira, los recuerdos y la realidad son difusas. Por algún motivo, el regreso de las hermanas trastoca la plácida existencia de los habitantes de la aldea. ¿Por qué nadie quiere hablar de don Reinaldo, el abuelo? ¿Qué ocurrió durante la guerra que ahora les ocultan? ¿Por qué las llaman así, «las Inviernas»?
Las subidas al monte con la vaca; la costura; las discusiones; la novela de la radio que las hace llorar: a pesar de todo, la rutina acaba imponiéndose poco a poco. Pero cuando, a la caída de una tarde de verano, una de las Inviernas escucha en la radio la noticia de que la famosa actriz americana Ava Gardner, «el animal más bello del mundo», tiene previsto viajar a España, Tossa de Mar, para rodar una película en la que buscan dobles, las hermanas no tienen ninguna duda de que al fin ha llegado la oportunidad de convertirse en las actrices que han estado esperando toda su vida...
En paralelo, una serie de acontecimientos están teniendo lugar en la aldea: una vieja centenaria revela que don Reinaldo le pagó dinero para quedarse con su cerebro cuando muriera, con el fin de investigarlo. A partir de que este macabro hecho se hace público, todos los habitantes empiezan a inquietarse. Poco a poco, mientras pasado y presente se funden y entrecruzan, vamos descubriendo quién fue don Reinaldo, qué hizo y por qué tuvieron que huir sus nietas. También descubrimos qué hecho misterioso hizo regresar a las Inviernas a tan recóndito lugar.
¿Conseguirán las hermanas hacer realidad su sueño de convertirse en actrices o quedarán atrapadas en la ciénaga del remordimiento?
Cristina Sánchez-Andrade nos regala una deliciosa historia con tintes de los grandes clásicos de nuestra literatura, mezclando hábilmente la ficción con los hechos históricos –la revolucionaria llegada de Ava Gardner a España en los años cincuenta para rodar Pandora y el holandés errante–, dosificando de forma magistral la intriga, y aportando un sutil e ingenioso sentido del humor, haciendo de las Inviernas dos personajes perversos y a la vez entrañables que se quedarán con el lector mucho tiempo después de su lectura. Esta novela es, además, un homenaje a Galicia y a la tradición oral, a todas las historias que se cuentan en las casas, al amor de la lumbre en las noches. En las noches frías de invierno.


Un día entró allí el abuelo de las Inviernas. Al ver al niño, que ya tendría sus seis o siete años, hablaba por los codos y hasta leía el silabario, se llevó las manos a la cabeza. Le dijo a Esperanza:
–Mira que el rapaz ya no tiene edad de mamar, mujer. Tienes que tomar cartas en el asunto.
Pero la criada se encogía de hombros. Decía que si no era teta, el niño no abría la boca. En realidad, era ella y no la pobreza la culpable de que el niño perseverara en el vicio: no quería que su hijo viviera el calvario por el que había tenido que pasar ella.
Su calvario había sido el siguiente: la habían abandonado de muy pequeña; una mujer pobre de nombre Nicolasa la encontró a la puerta de su casa cuando volvía de los baños calientes de Lugo. Estaba muy bien envuelta, metida en una cesta, y traía consigo una botella de vino dulce y filloas recién hechas. La mujer cogió la cesta y mientras se comía las filloas pensó en un nombre para la niña. La bautizó con el nombre de «Esperanza a la Puerta de Nicolasa» y durante años la alimentó con leche de cabra poniéndola a mamar directamente del animal. La cabra se encariñó con la niña y cuando volvía del monte se adelantaba al rebaño, empujaba la puerta con el hocico, buscaba a la niña por la casa, levantaba la pierna y le ofrecía la ubre.
De la niña mamando de la cabra se rieron durante años en la aldea, y cuando Esperanza tuvo uso de razón, se juró a sí misma que lo primero que le daría a su hijo era el pecho («un pecho como Dios manda», solía decir) que nunca le dieron a ella.
Y así fue durante siete años, hasta el día del destete, después de que don Reinaldo le llamara la atención.
Las Inviernas recordaban cómo aquel día había desfilado por allí toda la aldea para dar su opinión. Vino la señora Francisca, panadera y madre de ocho criaturas, y dijo:
–Dale caldiño pisado, mujer.
Vino tía Esteba, la que vestía a los muertos, y dijo:
–Te dejará seca.
Vino Gumersinda, la Coja, y dijo señalando con el dedo:
–Lo tendrás enganchado ahí toda la vida.
Vino el señor cura, y dijo:
–Reza, que siempre ayuda.
La madre de la criatura se encogía de hombros. A todos les decía lo mismo:
–Es que si no es teta, el rapaz no abre la boca.
Al cabo de unos días, volvió el abuelo con un cuenco que contenía un ungüento que él mismo había preparado con hierbas agrias, cenizas y zumo de limón.

El marqués y la esvástica (César González-Ruano y los judíos en el París ocupado) de Plàcid García-Planas y Rosa Sala Rose

ISBN 978-84-339-2602-9
PVP con IVA 24,90 €
Nº de páginas 512
Colección  Crónicas

El 10 de junio de 1942 empezó un enigma que planearía sobre el Madrid literario de la posguerra hasta nuestros días: esa tarde, en el París ocupado, la Gestapo detuvo a César González-Ruano (1903-1965), periodista español y aspirante a marqués. ¿Por qué lo encerró en la cárcel militar de Cherche-Midi durante setenta y ocho días? ¿Por qué interrogó, con simulación de fusilamiento, a un hombre que desde 1933 había cantado las excelencias de la esvástica? «No fue por robar relojes, claro está», escribió Ruano en sus memorias, donde merodea como un zorro por la verdad sin hincarle nunca el diente. «La verdad, la verdad pura, apenas sirve para nada», anotaría en su diario íntimo. ¿De qué lo acusaron los nazis? ¿Por qué nunca lo confesó? ¿Tal vez porque la verdad «apenas sirve para nada»?
Ruano había llegado a París dos años antes, alcoholizado, y por primera vez en su vida dejó de escribir y trabajar. ¿De dónde sacaba el dinero para tanto viaje y tanto champán? Cruzó como un pícaro del Siglo de Oro la Europa más oscura del siglo XX, y lo más inquietante no es lo que hizo, sino la cantidad de gente que hizo lo mismo que él. Españoles turbios en el París ocupado, de derechas e izquierdas, ciudadanos de un régimen amigo de Berlín en la antesala de Auschwitz.
Son muchos los periodistas, poetas y editores que han apuntado la gran sospecha: en París, Ruano se habría lucrado engañando y robando a judíos desesperados. Se rumoreaba en El Chiringuito de Sitges, donde se escondió huyendo de la Resistencia francesa. Se lo comentaban unos a otros entre las tazas del Café Gijón. Hubo quien lo relacionó con otra sospecha todavía más negra: la matanza y expolio de judíos que huían por Andorra. Pero no había una sola prueba. Y Ruano, con sus medios silencios, gozaba en secreto de su intrigante leyenda. «París en plena ocupación era más divertido que dramático», recordaba. ¿Qué hizo él en ese París tan «divertido»?


Julio Trenas, crítico teatral, veía en Ruano la cabeza de «un vizconde francés escapado de la guillotina». Marino GómezSantos, también escritor y periodista, lo describió con «un cierto aire de hidalgo desheredado» y –ante la perplejidad del propio Ruano– como un «cisne negro».
A Ruano le encantaba aparecer fotografiado en sus crónicas y entrevistas, y exhibía todos los días por algún café de Madrid ese perfil de vizconde casi guillotinado. La adicción a la cafeína estaba disuelta en su leyenda. La paseó por una Europa que se cortaba las venas y la arrastró hasta las playas de Sitges. La escritora Ana María Matute recuerda que, al esconderse como un caracol herido en El Chiringuito, Ruano convirtió «aquella especie de luminosa pecera en una sucursal de café madrileño de los buenos tiempos».
Pero los tiempos ya no eran buenos. Había visto demasiado. En Roma. En Trípoli. En Berlín. En Viena. En alcohol. Escribía desde El Chiringuito sujetándose con la mano izquierda la muñeca derecha, que le temblaba, «en un estado de nervios próximo a la locura, con fallos del corazón y unos mareos que imitaban bastante bien los síntomas de la muerte». Y así «todas las mañanas» durante los cuatro años que vivió aquí: «Entonces me emborrachaba cada noche y me levantaba a escribir medio muerto.»
Acabó recordando esta playa como cuatro años «no vividos, sino bebidos», en fluidez y delirio mortuorio. Aquí conoció a José Cruset, un joven poeta catalán que, como él, fallecía cada amanecer, y gozaban arrojándose pétalos funerarios el uno al otro. «Nos unían nombres de específicos y mutuas descripciones de nuestros mareos y alucinaciones. Una vez, en el tren de Barcelona a Sitges, me explicó tan bien explicados sus mareos que por poco me caigo», escribió Ruano. «Lo que yo siento», respondería el poeta catalán veinte años después, ante el cadáver de Ruano, «es no encontrar las palabras que él supo decir a la muerte. Es imposible, como él sabía decirlo, es imposible.»

Ruano había visto demasiado. Se había visto demasiado. En Bratislava. En Praga. En París. «Me pican las manos furiosamente», apuntó en su diario íntimo. «De un modo grotesco, sólo he tomado el sol, sin darme cuenta, en las manos. Y en los ojos, pero mis ojos han visto tantas cosas que quemarían el sol.»
Le habría disgustado, pero íntimamente fascinado, descubrir hoy su retrato podrido en este «barco de cristales», en esta playa que –como en el pecado– le daba la sensación de no haber vivido nunca en ella. O de no haber salido nunca de ella. «Lo fundamental de Sitges», escribió en uno de sus retornos, «ahí está: sus casas modern style, su infinita tristeza, aunque venda o alquile alegría, su belleza patética por mucha música twist que pongan las horribles máquinas que hay en cada local.»
¿Cómo habría descrito a los tres gays franceses, locas y musculadas, que hoy saborean gambas donde él se sujetaba el pulso? ¿Como una «alegría alquilada»? ¿O como esa «belleza patética» que tanto le ponía?
Ruano se ofrecía a la mirada de los demás como un maniquí vivo de escaparate y hacía gala de otra de sus cualidades legendarias: la capacidad de trabajo. A lo largo de su vida llegó a escribir entre veinte mil y treinta mil artículos, entrevistas, reportajes y crónicas. Una cifra pavorosa. Y, en vez de ocultar esta premura como un defecto, alardeaba de ella: al final de su libro  El terror en América, de doscientas cincuenta páginas, consignó con orgullo que lo había escrito en sólo diez días. «Nunca he sabido escribir despacio.»

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