martes, 15 de abril de 2014

Fragmentos Nº168: Las tres bodas de Manolita



Las tres bodas de Manolita
Almudena Grandes

En mi casa, la guerra le había sentado estupendamente a todo el mundo menos a mí. Los hombres se habían librado del frente, porque corrieron tanto para ofrecerse voluntarios que a uno lo rechazaron por demasiado mayor, y al otro por todo lo contrario. Pero, a los treinta y siete años, mi padre era lo suficientemente joven como para cubrir una de las bajas que los combatientes habían causado en la Guardia de Asalto, y a los dieciocho, mi hermano lo bastante maduro como para trabajar en las oficinas de Capitanía. El resultado fue que una semana después del golpe de Estado, los dos tenían ya un destino mucho más entretenido que pasarse las horas muertas despachando alpiste.
María Pilar, por su parte, dejó de quejarse mucho antes de lo que ella misma se habría atrevido a sospechar. Perdido su prestigio de experta en joyas, a la que todas las mujeres del barrio le llevaban las que tenían para que dictaminara si eran regulares —porque aquí, hija mía, solía desanimarlas antes de coger la lupa, buena, lo que se dice buena, ya puedes estar segura de que no hay ninguna— o simples baratijas, y arruinada la reputación de maestra de protocolo que la había consagrado como consejera de bodas y bautizos entre los tenderos prósperos de Antón Martín, la desaparición de la Corte impulsó su vida por la pendiente de una vulgaridad insufrible hasta que a finales de noviembre de 1936, al tocar fondo, rebotó.
Ella conocía tan bien a sus señores que nunca dudó de que entrarían en Madrid en el instante en que se les antojara y punto final. Su derrota la dejó con la boca abierta, una perplejidad que la transformó en una mujer desconocida, suave como la seda, tan absorta en sus pensamientos que, en lugar de dar órdenes, contestaba a las preguntas con monosílabos. Tal vez por eso, ninguno de nosotros llegó a escuchar el frenético rumor de la máquina de calcular que sumaba y restaba cifras en la trastienda de su cerebro.
Cuando ya nadie dudaba de que la guerra sería larga, María Pilar descubrió, gracias a su trabajo en el hotel Gran Vía, que había nacido una nueva aristocracia, periodistas extranjeros, escritores célebres, diplomáticos refinadísimos, consejeros militares, españolas inauditas que sabían fumar y enroscarse alrededor de los hombres poderosos como si fueran francesas, misteriosas tertulias en las que se decidía el curso de la guerra o, en pocas palabras, el selecto cogollito de unos pocos que sabían lo que había que saber, un medio en el que ella nadaba igual que un pez en el agua. A partir de entonces, hizo nuevas amistades, emprendió nuevos negocios y prosperó como nunca antes. Así, en el invierno de 1937, recobrado e intacto su carácter, expulsó sin contemplaciones a los camaradas de Toñito de una sede destinada a albergar muy pronto a los miembros de una extraña sociedad.
 

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