jueves, 17 de abril de 2014

Fragmentos Nº169: Trabajos de amor ensangrentados



Trabajos de amor ensangrentados
Edmund Crispin

Pasaban pocos minutos de las once cuando el señor Plumstead llegó al cottage. Se alzaba a la derecha del sendero y era isabelino, pensó, o incluso más antiguo. La techumbre de paja estaba en unas condiciones ruinosas y las ladeadas chimeneas parecían a punto de venirse abajo. Los cristales cuadrados de los pequeños ventanucos estaban mugrientos y hasta misantrópicos, y el jardín tan asilvestrado que ni siquiera se distinguían ya las líneas que trazaban los parterres. La parte de atrás del cottage estaba delimitada por un grupo de deprimentes alerces. Un pato gordísimo y apestoso miraba el mundo desde el enrejado de una cancela desvencijada. El señor Plumstead, que ya había caminado aquella mañana más de ocho millas sin descansar, se detuvo y le devolvió al pato una mirada desafiante. El animal perdió entonces de repente todo su interés en el caminante y el señor Plumstead pudo reanudar la inspección de la casa.
La presencia del pato era la única prueba tangible de que la casa estuviera habitada por alguien; de hecho, las ventanas no tenían siquiera cortinas, y a pesar de que el cottage tenía varias chimeneas, de ninguna salía nada de humo que oscureciera aquel cielo silencioso y ardiente.
Hasta que de repente, como si se hubiera materializado de la nada, apareció una vieja detrás de una ventana. No parecía que le estuviera prestando ninguna atención al señor Plumstead, pero era difícil estar seguro al respecto, debido a la costra de mugre del cristal y a la oscuridad que parecía reinar en el interior de la estancia. Era como si estuviera hablando o algo... ¿Para sí misma? No: se distinguía una silueta un poco al fondo, y podía ser un hombre o una mujer. El señor Plumstead, inofensivo y curioso, se alzó de puntillas para atisbar mejor por encima del seto de matorral desastrado y medio seco. Pero en esos momentos ambas figuras se movieron y quedaron fuera del alcance de su vista. El señor Plumstead, resoplando, se dio la vuelta y retrocedió hasta el camino polvoriento.
Y entonces oyó el grito.
De ningún modo podía considerarse un grito melodramático. El señor Plumstead lo describió posteriormente como un lamento ahogado, medio enmudecido, muy agudo y muy breve, y por un momento dudó si sería realmente un grito humano. Se paró en seco y permaneció en el camino, dubitativo y titubeante. Le parecía muy probable que si hubiera actuado a tiempo podría haber salvado a alguien de posibles problemas y peligros..., podría incluso haberse ganado un puesto en el panteón inmortal de los amantes de la gran poesía. Pero el temor a hacer el ridículo lo obligó a quedarse quieto y contenerse. Pasaron varios segundos antes de que se decidiera a darse la vuelta, volver sobre sus pasos, abrir la cancela y entrar en el jardín lleno de hierbajos.
 

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