sábado, 19 de abril de 2014

Fragmentos Nº171: Rojo aceituna



Rojo aceituna
Ronaldo Menéndez

Nuestra primera incursión en las minas de Cerro Rico a la mañana siguiente fue lamentable. Ya lo habíamos leído en la guía: cuidado con las agencias, que hay muchas muy poco serias ofertando visitas mal guiadas a las minas. Pero escogemos una barata, que somos mochileros y queremos viajar un año. Para empezar, nuestra guía, la única mujer de Bolivia que no saluda a sus turistas, se retrasa. La esperamos en una esquina, y luego esperamos durante casi una hora el coche de la agencia que nunca llega, y sin más explicaciones emprendemos el  ascenso en un autobús público: hete aquí, mochilero, en tu salsa.
Aquella primera vista pervive en mi memoria como un resumen: entramos tarde a la mina, los uniformes, cascos y botas nos quedaban grandes, nuestra guía nos explicaba lo menos posible y no parecía bien mirada por los mineros que se rompían el lomo y los brazos, machistas ellos. Para colmo se nos unió a mitad de un túnel un chaval inglés que no había querido seguir con su grupo,  y que hablaba con una actitud 100% Indiana Jones, pero que al cabo de media hora empezó a hiperventilar y a decir que tenía claustrofobia. Casi se nos echa a llorar allí mismo, así que no pudimos ir muy lejos. La lección fundamental ocurrió a los pocos minutos de haber entrado, en forma de grito: «¡Caaaarroooo!», informó abruptamente nuestra guía, y tuvimos que transformarnos en pegatinas contra las paredes de rocas para dejar unos centímetros al carro de hierro cargado de minerales que pasaba imparable empujado por oscuros mineros. Natalia tembló, ¿solo ella?
—¡Joder, esto no es un lugar seguro!
Acabábamos de comprenderlo: aquello no era un «lugar turístico», éramos los intrusos en el inframundo donde la gente vive, muere y trabaja.
A mediodía, antes de la cerveza de rigor, decidimos buscar la agencia de Efraín y Pedro, de los que se hablaba bien en la Lonely Planet que siempre estaba consultando Natalia. Desde que atravesamos el umbral se respiró ese aire anodino de honrada amabilidad y…, cómo decirlo, una atmósfera minera, de servicial autenticidad y desatado orgullo. Enseguida supimos que Efraín y Pedro habían sido niños mineros hasta hacía unos años, pero alguna vez supieron que los pulmones no aguantarían toda la vida y decidieron llevar turistas a visitar las minas.
 

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