miércoles, 9 de abril de 2014

Novedades, abril de 2014: Impedimenta



El barco faro de Siegfried Lenz 

ISBN: 978-84-15979-09-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 288
PVP: 21,95 €

Siegfried Lenz es, junto con Heinrich Böll y Günter Grass, el más reconocido autor literario alemán de la segunda mitad del siglo XX. El barco faro, la novella que encabeza este soberbio volumen de relatos, es una de sus obras más míticas, nunca hasta ahora traducida al castellano.
Han pasado nueve años desde el final de la segunda guerra mundial. Los tripulantes de un barco faro antiminas, anclado en el mar Báltico, se preparan para afrontar su última guardia. Pero en esa última noche, su paz se interrumpe. Freytag, el capitán del barco, permite subir a tres hombres cuya embarcación se ha averiado, y con ellos, un cargamento ilegal de armas. Los tres delincuentes, encabezados por un siniestro doctor de nombre Caspary, toman como rehenes a los tripulantes del barco faro. La tensión es palpable, sobre todo cuando sale a relucir un episodio poco honorable de Freytag durante la guerra.


Aparto al chico de la entrada empujándolo con el hombro, cerró la puerta corredera, miro a su alrededor y pensó qué le faltaba por ver a Fred desde que estaba a bordo. Miró su barco y, por primera vez, le pareció viejo y maldito: un barco que no era libre y no viajaba a otras costas, sino que estaba preso, atado a una cadena, sujeto por la enorme ancla, profundamente clavada en el fondo arenoso, y Freytag no dio con nada que poder mostrar al muchacho. Indeciso, se encogió de hombros. Miró su barco como un hombre mira el campo raso. Sacó un pañuelo, se lo enrolló alrededor de una mano y volvió a meterse la mano enrollada en el bolsillo; por un instante aguzó el oído hacia el chico, que se había quedado quieto tras él, a un lado; no oyó nada, cerró la mano enrollada formando un puño y notó cómo la tela se tensaba sobre las falanges nudosas. Su mirada fue a parar al vigía, que había bajado los prismáticos y estaba apoyado contra la pizarra, en la que esa mañana aún no había nada escrito, e hizo una señal a Fred para que lo siguiera. Sus pasos tintinearon sobre los peldaños de hierro, que estaban oxidados, abollados y deteriorados; el relieve que debía ofrecer sujeción a las suelas estaba desgastado y apenas era reconocible. Uno tras otro subieron, Freytag delante, y el vigía siguió apoyado en la pizarra, observando cómo sus cabezas aparecían por cubierta y cómo sus hombros asomaban y sus cuerpos, hasta que finalmente se apoyaron en la barandilla y aterrizaron junto a él.
Fred nunca había visto a Zumpe; solo sabía que el hombre al que encontró en la cofa del vigía viajó durante la guerra en un buque que transportaba mineral y fue torpedeado, por lo cual pasó noventa horas a la deriva en un bote salvavidas destrozado y todos lo dieron por muerto; Freytag se lo había contado, y también le había dicho que, por aquel entonces, la mujer de Zumpe encargó una esquela que al propio Zumpe, cuando hubo regresado y la leyó, le pareció tan indecente que abandonó a su esposa. Ahora siempre llevaba consigo su propia esquela, guardada en una cartera arrugada, y la iba enseñando con una sonrisa irónica: un trozo de papel amarillento, reblandecido y sucio de tantos pulgares e índices.
Durante el trayecto, cuando el viejo le había hablado de los hombres que conocería en el barco, Fred había oído el nombre de Zumpe por primera vez; ahora estaban frente a frente: se dieron la mano y Fred notó los dedos de aquel hombre entre los suyos, pétreos, como en garra. Las extremidades demasiado cortas, el cuello demasiado corto y la cabeza pesada daban a Zumpe un aire de enano; tenía profundas arrugas en la nuca; el rostro, protuberante.
—Dale los prismáticos —dijo Freytag.
Zumpe se sacó la fina correa de cuero por la cabeza y entregó los prismáticos a Fred, que los cogió sin prisa, dándoles la vuelta.
—Mira —dijo Freytag—, allí están las islas.

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