El
nombre del viento
Patrick
Rothfuss
Si
hubiera comido algo podría decir que era pasada la hora de comer. Estaba
mendigando en la Rambla del Comercio; hasta ese momento había conseguido dos
patadas (de un guardia y de un mercenario), tres empujones (de dos carromateros
y de un marinero), una original maldición relativa a una inverosímil
configuración anatómica (también del marinero) y una rociada de babas de un
repugnante anciano de ocupación indeterminada. Y un ardite de hierro. Aunque
eso lo atribuí más a las leyes de la probabilidad que a la bondad humana. Hasta
un cerdo ciego encuentra una bellota de vez en cuando.
Llevaba
casi un mes viviendo en Tarbean, y el día anterior había probado por primera
vez qué tal se me daba robar. Fue una experiencia muy desalentadora. Me habían
pillado con la mano en el bolsillo de un carnicero, y me había llevado un
porrazo tan tremendo en la cabeza que todavía me mareaba cuando intentaba
ponerme en pie o girar la cabeza demasiado deprisa. Desanimado por mi primera
incursión en el robo, había decidido que ese día me dedicaría a pedir limosna.
Y de momento, el día estaba resultando mediocre. El hambre me comprimía el
estómago, y un solo ardite de pan rancio no iba a ayudarme mucho. Me estaba
planteando trasladarme a otra calle cuando vi a un niño que corría hacia un
mendigo más joven que yo. Le dijo algo al oído, con prisas, y ambos se
marcharon pitando. Los seguí, por supuesto; todavía me quedaba algo de
curiosidad. Además, cualquier cosa que los alejara de la esquina de una calle
bulliciosa en pleno día merecía que le dedicase atención. Quizá los tehlinos
estuvieran repartiendo pan otra vez. O quizá hubiera volcado un carro de fruta.
O quizá los guardias estuvieran ahorcando a alguien. Cualquiera de esas cosas
bien valía media hora de mi tiempo.
Seguí
a los niños por las sinuosas calles hasta que los vi doblar una esquina y bajar
unos escalones que conducían al sótano de un edificio ruinoso. Me detuve; el
sentido común sofocó la débil chispa de mi curiosidad.
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