lunes, 13 de octubre de 2014

El devorador de calabazas de Penelope Mortimer



Cuánta paciencia es capaz de soportar un ama de casa. Cuánta la capacidad de sobrellevar los envites de la vida a lo largo del tiempo. Cuánto sufrimiento puede pesar sobre sí misma por sus decisiones. La señora Armitage se hace estas preguntas en la visita al psicólogo mientras nos explica cómo llega hasta la desesperación en la que se encuentra ante su doctor el cual trata por todos los medios comprender y ayudarla en cada una decisiones pasadas y futuras pero su vida está cargada de amargura, de tristeza y dolor.


Su marido, Jack, un exitoso guionista de moda pero en el que su mujer sospecha le es infiel además de alguien incapaz de la mínima compresión por su mujer, con la repercusiones que ello provoca en su matrimonio. 

Penelope Mortimer (1918 - 1999) tuvo cuatro matrimonios, fue madre en cada una de sus parejas con un total de seis hijos, sufrió un aborto además de abusos por parte de su padre, su último marido fue John Mortimer con el que pasó una dura etapa emocional pues era un reconocido adultero, todo ello se destila en la protagonista de esta novela. El libro es una narración sobre el sufrimiento en cada paso por la vida de una mujer de clase media de mediados del siglo XX que tiene el deber de proteger su propia libertad y la de sus hijos frente a un marido que prefiere mirar hacia otro lado, pues es una persona que prefiere dedicarse a su trabajo, guionista de cine, en vez de dedicar tiempo a su familia, todo ello hace aumentar la tensión cuando su mujer decide tener otro bebé pero él se niega poniendo como pretexto que ya tienen demasiada descendencia, es este instante cuando comienza una guerra silenciosa y fría entre ambos y sus familiares. En definitiva una novela desgarradora, con una historia trágica en la que su protagonista trata por todos los medios de salir adelante a pesar de los cánones establecidos en la Norteamérica del sueño americano en el que impera la perfección de puertas hacia afuera pero en el que en el vacío absorbe todos los quehaceres diarios, escrita de una forma brillante demostrando en todo el relato una sinceridad que atraviesa al lector y que describe con precisión y claridad el dolor que envuelve a su protagonista. 

Recomendado para aquellos que les gusten las novelas que analizan la realidad, en este caso de un matrimonio en el principio del fin de su matrimonio. También para aquellos que les gusten las novelas con tintes autobiográficos en los que las reflexiones sobre la vida, el amor y la muerte se entremezclan conformando una narración de calidad, descarnada y directa. Y por último para aquellos que quieran leer el libro que inspiró en 1964 en los que aparecen Anne Bancroft y James Mason como los protagonistas.

Extractos:

—No, no se me ocurre nada —dijo Jake. El sifón volvió a silbar—. Supongo… que le gustaría tener otro hijo.
—¿Qué edad tiene su mujer?
—No lo sé. Treinta y ocho, creo.
—¿Y el menor de sus hijos?
—Tres años.
—¿Entonces por qué no tienen otro? Cuando esta pequeña tempestad haya pasado, sería ideal. Ella pare a esos bebés como una gata, ¿sabe? Da gusto mirarla…
—¡Ya tenemos bastantes niños! ¡Ya tenemos bastantes, por Dios! —El médico murmuró algo que no pude oír. Yo temblaba—. Quizá sea un gusto mirarla para usted… ¿Cuándo piensa esa mujer enfrentarse a la realidad? No puede seguir teniendo hijos eternamente y, además, ¿para qué? Al final, todos acaban creciendo. Ya tiene una maldita casa y a mí, ¡me tiene a mí! ¿Por qué no se interesa por el mundo de ahí fura, para variar? ¡Estoy harto de vivir en una puñetera guardería…! —Se produjo un largo silencio. Jake debió de andar hasta el extremo más alejado de la habitación porque ahora me costaba oírlo—. La quiero…, todo bien…, no puede seguir así…, obsesión…
—Obsesión es una palabra muy fuerte —dijo el médico.
—Sí. Es una palabra fuerte. —Jake se acercó al umbral de espaldas a mí. Tenía una mano en el bolsillo y con la otra remachaba sus palabras:
—Oiga, trabajo más que nadie del gremio. Trabajo porque me gusta trabajar y porque me gusta el dinero. De acuerdo. Pero ella solo quiere sentarse en una chabola con una lata de carne en conserva y parir más hijos. ¿Es eso normal? Tiene lo que toda mujer puede desear: ropa, un coche, criados, es atractiva. ¿Por qué no se va de viaje, o hace amigos o… se monta una vida? Eso es lo que no entiendo.
—A lo mejor no quiere.

Me quedé el resto del día acostada o, más bien, me revolví y me retorcí y me acurruqué como un muelle en la cama, sumida en un estado de horror. Mi madre me habló, me gritó, hasta me abofeteó en un momento dado, pero me había quedado sin habla. En cuanto ella salía de la habitación, llamada desesperadamente al hijo del clérigo para que me salvara, pero cuando mi madre volvía a entrar yo solo berreaba e hipaba como si tuviera dentro un inmenso temporal imposible de contener, una tormenta tan violenta que ni me planteaba llegar a controlarla. Pero debo salvarme, pensaba, debo salvarme. ¿De qué? No lo sabía, pero más tarde empecé a verlo. El señor Simpkin era el mal. Quería que el amor me librase del mal y que este no volviera a tocarme en lo que me quedaba de vida. No eran para mí el sofá del baile masónico, el chiste verde, el revolcón; no eran para mí la malicia, el engaño, el asco. Sálvame, imploré al hijo del clérigo, sálvame, por favor. No sabía, desde luego, que ningún hombre, mujer o niño puede ser el salvador de otro. Ni siguiera lo sabía veintiséis años después, cuando hablé con Bob Conway en la encantadora salita de mi casa y reconocí una vez más en él la brutalidad que durante la mitad de vida yo había llamado «señor Simpkin».
A la hora de cenar mi madre llamó al médico. Él dijo que eran cosas de la edad y me dio un par de pastillas rosas. Antes de dormirme se lo conté todo a mi madre. Se escandalizó sobremanera y dijo que mi padre no debía enterarse. Nunca. Ella ni sabía que yo estaba al corriente de esas cosas, protestó; ella desconocía esa faceta de mi carácter. ¿Qué me había dado, qué me había poseído? Sollocé, con la cabeza hundida en mi pegajosa almohada, que no lo sabía. Nunca volví a ver al señor Simpkin. Seguramente se marchó del vecindario. Dieciocho meses después me sacé, en la iglesia del clérigo, con el periodista que había conocido en el baile masónico. El hijo del clérigo aprobó el certificado superior de Oxford, donde se hizo homosexual. Sentí un gran cariño por él durante muchos años. 

Editorial: Impedimenta
Autor: Penelope Mortimer
Páginas:  240
Precio: 19,95 euros

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