jueves, 16 de octubre de 2014

Novedades, octubre de 2014: Tusquets Editores (I)



Al límite de Thomas Pynchon

NARRATIVA (F). Novela
Octubre 2014
Andanzas CA-840
ISBN: 978-84-8383-948-5
País edición: España
496 pág.
21,13 € (IVA no incluido)

Estamos en Nueva York, en 2001, durante el periodo de calma que transcurrió entre el desmoronamiento del boom de las puntocom y los terribles sucesos del 11 de Septiembre. Silicon Alley es una ciudad fantasma, la web 1.0 está en plena edad del pavo, Google todavía no ha salido a Bolsa y a Microsoft aún se la considera el Imperio del Mal. Es posible que no corra tanto dinero como el que hubo en el momento álgido de la burbuja tecnológica, pero lo que no escasean son timadores que pretenden pillar algún trozo del pastel que quede.

En ese Nueva York, Maxine Tarnow tiene una pequeña agencia de investigación de delitos económicos y se dedica a perseguir a estafadores de poca monta. Solía disponer de una habilitación legal para ejercer, pero le retiraron la licencia hace tiempo, lo que a fin de cuentas fue una suerte porque ahora puede regirse por su propio código ético –llevar una Beretta, hacer negocios con canallas, entrar en cuentas bancarias ajenas– sin sentirse demasiado culpable. Además, es una madre trabajadora corriente, con dos hijos en primaria y una relación más bien intermitente con su semi ex marido –por llamarlo de alguna manera– Horst: una vida tan normal como puede serlo la de cualquiera de su barrio..., hasta que Maxine se pone a investigar las finanzas de una empresa de seguridad informática y a su consejero delegado, un multimillonario geek, tras lo cual todo empieza a complicarse, se vuelve subterráneo y apunta hacia el turbio centro financiero de la ciudad.
Con esporádicas excursiones en los interiores de la Deep Web y los alrededores de Long Island, Thomas Pynchon nos trae una novela romántica e histórica de Nueva York en los primeros tiempos de internet, no muy lejanos en el calendario pero, visto a donde hemos llegado desde entonces, remotos como una galaxia.


La luz del sol reflejada por las ventanas de los apartamentos que dan al este ha empezado a formar dibujos borrosos sobre las fachadas de los edificios al otro lado de la calle. Autobuses articulados, nuevos en estas rutas, reptan con cautela por las calles transversales de la ciudad como insectos gigantescos. Se levantan persianas de acero, camionetas tempraneras aparcan en doble fila, hombres con mangueras riegan sus parcelas de acera. Personas sin techo duermen en porterías, otros rebuscan en la basura cargando con enormes bolsas de plástico llenas de latas de cerveza y refrescos y se dirigen a los mercados para venderlas, cuadrillas de trabajadores esperan delante de los edificios a que aparezca el capataz. Los que han salido a correr saltan en el bordillo esperando a que cambien los semáforos. Hay policías en las cafeterías enfrentándose a los defectos de los bagels. Niños, padres y canguros, sobre ruedas y a pie, se encaminan en todas las direcciones posibles a las escuelas del vecindario. La mitad de los niños parecen desplazarse en los nuevos patinetes de moda, así que a la lista de peligros a los que estar alerta se le suma una posible emboscada de aluminio rodante.
La Otto Kugelblitz School ocupa tres edificios contiguos de piedra caliza, entre Amsterdam y Columbus, en una calle transversal en la que hasta la fecha no se ha rodado todavía ningún episodio de Ley y orden. La escuela recibe el nombre de uno de los primeros psicoanalistas, expulsado del círculo íntimo de Freud debido a una teoría de la recapitulación que había concebido. A él le parecía obvio que la vida humana se desarrollaba recorriendo los variados trastornos mentales tal como se entendían en su época: el solipsismo de la más tierna infancia, las histerias sexuales de la adolescencia y la primera madurez, la paranoia de la mediana edad, la demencia de la última fase de la vida..., todo conduce a la muerte, que al final resulta ser la «cordura».
«¡No podías haber elegido mejor momento para descubrirlo!» Dicho esto, Freud le tiró la colilla de su puro a Kugelblitz y echó a éste por la puerta del número 19 de la Berggasse, adonde nunca volvió. Kugelblitz se encogió de hombros, emigró a Estados Unidos, se estableció en el Upper West Side y abrió consulta, y no tardó en tejer una red de contactos entre los potentados que, en algún momento doloroso o de crisis, habían recurrido a su ayuda. En las reuniones sociales de postín a las que asistía cada vez con más frecuencia, siempre que los presentaba como «amigos» suyos, todos se reconocían entre ellos como espíritus restaurados.
Fuera lo que fuese lo que el análisis kugelblitziano hacía por sus cerebros, algunos de esos pacientes pasaron la Depresión lo bastante desahogadamente para contribuir con el dinero necesario a la puesta en marcha de la escuela y a que Kugelblitz participase en los beneficios, así como en la creación de un currículo en el que cada curso sería considerado un tipo diferente de enfermedad mental y se abordaría desde esa perspectiva. Básicamente, un manicomio en el que mandaban deberes para casa.
Esta mañana, para variar, Maxine encuentra el descomunal porche de entrada atestado de alumnos, profesores en labores de vaquero, padres y canguros, y hermanos más pequeños en sus cochecitos. El director, Bruce Winterslow, que recibe el equinoccio con un traje blanco y un sombrero panamá, se ocupa de todos los presentes, a cada uno de los cuales conoce por su nombre y de los que hasta ha memorizado un esbozo biográfico, dando palmadas en hombros, amable y atento, charlando o amenazando según se requiera.
—Maxi, hola —Vyrva McElmo, que se ha deslizado por el porche entre la multitud, tardando mucho más de lo necesario: un rasgo típico de la Costa Oeste, según Maxine. Vyrva es un encanto, pero el tiempo no parece agobiarla lo bastante. Hay mujeres a las que les han quitado el carné de buena madre del Upper West Side por mucho menos de lo que ella hace—. Esta tarde estoy pillada en otra pesadilla horaria —dice a unos cochecitos de distancia—, nada muy grave, al menos por ahora, pero al mismo tiempo...

Underground de Haruki Murakami

BIOGRAFÍAS, AUTOBIOGRAFÍAS Y MEMORIAS (NF). Memorias
LITERATURA VARIA (NF). Crónicas
Octubre 2014
Andanzas CA-841
ISBN: 978-84-8383-949-2
País edición: España
560 pág.
22,02 € (IVA no incluido)

Pese a las intenciones de quienes lo perpetraron, el ataque con gas sarín que se produjo en el metro de Tokio en marzo de 1995 sólo se cobró once vidas. Sin embargo, miles de personas resultaron heridas y muchas otras sufrieron sus consecuencias y secuelas. El novelista Haruki Murakami entrevista a las víctimas, a los que vivieron y sufrieron en propia piel el atentado, para establecer con precisión qué ocurrió ese día en las distintas líneas de metro afectadas. También para desentrañar la verdadera historia que se ocultaba bajo un acto terrorista que convirtió un anodino lunes por la mañana en una tragedia nacional. Pero, sobre todo, para contestar a una pregunta primordial: ¿por qué? ¿Por qué la violencia terrorista, o cualquier violencia? ¿Y por qué en ese momento y lugar concretos?
«Me gustaría que durante la lectura de este libro prestasen atención a las historias de la gente. Antes de eso quisiera que imaginaran lo siguiente: es 20 de marzo de 1995. Lunes. Una mañana agradable y despejada de principios de primavera. El viento aún es fresco y la gente sale a la calle con abrigo... Así que usted se ha despertado a la misma hora de siempre, se ha lavado la cara, ha desayunado, se ha vestido y se dirige a la estación del metro. Sube a un tren lleno, como de costumbre, camino de su puesto de trabajo. Una mañana como muchas otras. Uno de esos días imposible de diferenciar en el transcurso de una vida, calcado a muchos otros, hasta que cinco hombres clavan la punta afilada de sus paraguas en unos paquetes de plástico que contienen un líquido extraño...»
Haruki Murkami (prólogo)


Creo que cuando metimos al señor Takahashi en la furgoneta aún seguía con vida, pero nada más verle pensé que estaba en las últimas. Nunca había visto a alguien tan cerca de la muerte, no tenía esa experiencia, pero, por alguna razón, supe que iba a morir en aquel lugar. En cualquier caso, tenía que hacer cuanto estuviera en mis manos. El conductor me suplicó: «Señorita, venga con nosotros, por favor». «No, no voy», le respondí. Aún sacaban a mucha gente del interior de la estación y alguien tenía que hacerse cargo de ellos. Por eso me quedé. No sé a qué hospital se dirigieron; no volví a verlos.
Me fijé en una chica que estaba junto a mí. Sollozaba. Temblaba. Me quedé con ella para tratar de animarla. «Tranquila, tranquila. Todo va a salir bien», le dije. Por fin llegó una ambulancia. Había intentado ocuparme de tanta gente como fui capaz. Todos tenían la cara pálida, más bien completamente lívida. Había un hombre mayor que echaba espuma por la boca. Nunca hubiera imaginado que un ser humano fuese capaz de expulsar semejantes espumarajos. Le desabroché la camisa, le aflojé el cinturón, le tomé el pulso. Lo tenía muy acelerado. Traté de levantarle. Estaba inconsciente. Era otro empleado de la estación, pero como se había quitado la chaqueta del uniforme en un primer momento no lo identifiqué. Su cara pálida y su cabello fino hicieron que lo confundiera con un pasajero. Era el señor Toyoda, compañero de Takahashi y Hishinuma, los dos que murieron. Él fue el único que sobrevivió. Estuvo mucho tiempo ingresado en el hospital.
«¿Está consciente?», me preguntaron los sanitarios de la ambulancia. «No», les respondí yo cada vez más impaciente, «pero aún tiene pulso.» Le pusieron oxígeno. Me dijeron que tenían otra unidad respiratoria: «Si hay algún otro herido nos lo llevaremos». Inhalé un poco de oxígeno y luego le di a la chica que estaba conmigo. Poco después se produjo una verdadera invasión de medios que, literalmente, asaltaron a la pobre chica. Se la pudo ver en televisión una y otra vez. No dejaron de pasar su imagen durante todo el día.
Al hacerme cargo de los demás me olvidé por completo de mí misma. Sólo cuando oí la palabra «oxígeno» pensé: «Deberías. Fíjate en lo mal que respiras». Hasta ese instante no había sido capaz de relacionar el atentado con mi estado físico. Me encontraba bien dentro de un orden, por eso me sentía obligada a ocuparme de quienes lo estaban pasando realmente mal. No tenía ni idea de la magnitud del ataque, pero fuera la que fuera, había sido enorme. Como ya le he explicado antes, me sentía mal desde que me levanté. Estaba convencida de que era cosa mía.
En mitad de aquel tumulto me encontré con un colega de trabajo que me ayudó a rescatar a la chica de las garras de los medios. Luego me propuso que hiciésemos a pie el resto del camino hasta la oficina. «Buena idea», pensé, «caminaremos hasta el trabajo.» Desde Kasumigaseki hasta la oficina se tarda unos treinta minutos. Aún respiraba con dificultad, pero no hasta el extremo de tener que sentarme y recuperar el aliento. Podía caminar.

Cadáveres en la playa de Ramiro Pinilla

POLICIACOS (F). Otros
Octubre 2014
Andanzas CA-842
ISBN: 978-84-8383-950-8
País edición: España
248 pág.
18,27 € (IVA no incluido)

Un Samuel Esparta ya maduro, que mantiene contra viento y marea su peculiar librería en Getxo, recibe en los años setenta la visita de una señora, Juana Ezquiaga, que quiere contratarlo para que averigüe la desaparición del que fue su amor de juventud.
Juana sabe por un anciano pescador que las corrientes están llevándose la arena de la playa, y que pueden emerger los cadáveres que esconden sus tripas. En uno de los fusilamientos de la guerra civil, los falangistas abrieron una fosa común allí, y el pescador le ha contado que en el último momento apareció alguien con una carretilla portando un cadáver. Juana sospecha que eso sólo pudo hacerlo alguno de los viejos amigos, celosos de la pareja. ¿Podrá Samuel Esparta investigar con éxito un crimen treinta y cinco años después? ¿Logrará aclarar, a partir de los vecinos a los que interroga, la amalgama de envidias y despecho de un grupo de amigos admirables antes de la guerra? Afortunadamente, la siempre eficiente Koldobike, enterada del caso, no quiere perderse un reto así, y acude en ayuda de su antiguo jefe.


Más allá, Tánger de Álvaro Valverde

POESÍA (NF). Poemarios
Octubre 2014
Marginales M-286
ISBN: 978-84-8383-952-2
País edición: España
286 pág.
11,54 € (IVA no incluido)

En Más allá, Tánger se entrecruzan dos voces: la que podríamos llamar del narrador y la de una mujer, protagonista del relato. Sí, un hilo narrativo gobierna estos poemas que, por otra parte, no renuncian a ser lo que son: poesía. Más allá, Tánger surge de un viaje o, mejor, de dos que confluyen en un mismo destino. El de la mujer que vuelve muchos años después a la ciudad donde nació y el del hombre que la visita por primera vez. En todo caso, una y otro retornan juntos a ese lugar, pues los recuerdos de ella han acabado convirtiéndose en parte de la memoria de él.


desde el taxi, las calles
te devuelven al tiempo
que creías perdido.
Un portal, un balcón,
el letrero de un bar,
el vislumbre veloz de un cartel...
Piezas sueltas de un puzle
que tendrás que ordenar.
Para saber de ti.

Escritos libertarios de Albert Camus

CIENCIAS SOCIALES (NF). Biografías, autobiografías y memorias
Octubre 2014
Tiempo de Memoria TM-103
ISBN: 978-84-8383-951-5
País edición: España
304 pág.
19,23 € (IVA no incluido)

Las ideas del filósofo y escritor francés Albert Camus sobre la justicia, la libertad, el absurdo y la rebeldía se han consolidado como un referente ineludible para entender su tiempo y el nuestro. Aunque menos conocidas, las reflexiones que dedicó al pensamiento libertario y a las ideas de Bakunin y otros anarquistas no dejan de reflejar la lucidez y la vigencia de un autor que hizo del compromiso una de sus mayores señas de identidad.
En este libro se recogen las numerosas contribuciones de Albert Camus —que colaboró en diferentes medios anarquistas y que mantuvo estrechos vínculos de solidaridad con el anarco-sindicalismo español— acerca del recurso a la violencia como arma política, la objeción de conciencia como principio ético fundamental o la difícil construcción de una Europa recién salida de la segunda guerra mundial. Mención aparte merecen las combativas y emocionantes páginas en las que Camus defiende la lucha de los exiliados españoles y la memoria de los valores republicanos, al tiempo que denuncia de forma elocuente la represión de la dictadura franquista.


Un derecho que unos patriotas tan recelosos como los de 1793 concedieron a los objetores de conciencia de su tiempo, ¿puede la Francia actual, cosignataria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, negárselo por mucho tiempo a jóvenes que se ofrecen a servir de forma más útil al país de lo que podrían haber hecho en la condición militar, incompatible con las exigencias profundas de su naturaleza moral?
Estos hombres, hoy un puñado, que reverenciaremos, en una época que quizá no es tan lejana, como precursores, ¿qué hacen sino mostrar el camino a los gobernantes de todos los países que aseguran todos los días que trabajan por el desarme universal?
Únicamente son culpables de haberse adelantado a su tiempo, ¿por eso hay que tratarlos como a los peores delincuentes y dejarlos agonizar en la prisión?
Ahora está demostrado que los medios de represión clásica han fracasado, en lo referente a los objetores de conciencia. Diez años de prisión, o casi, no han acabado con la determinación de Schaguené. Muchos otros han estado encarcelados cinco años o más sin cambiar nunca de opinión.
Las autoridades parecen haberse convencido de la futilidad de este castigo y acaban de tomar medidas de liberación en favor de Schaguené y de algunos de sus camaradas, precisamente los que estaban encarcelados desde hacía al menos cinco años. Más allá de estos casos, ya simbólicos, sería conveniente reflexionar lo antes posible sobre la suerte de todos los demás. Es urgente que se apruebe un estatuto de la objeción de conciencia.
Es algo que se ha vuelto tan evidente que el ministro del Ejército, ciertamente de acuerdo con todo el Gobierno, ha encargado a sus servicios que estudien uno. Es un augurio muy bueno.

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