miércoles, 4 de marzo de 2015

Novedades, marzo de 2015: Impedimenta



El misterio de la mosca dorada. El primer caso de Gervase Fen de Edmund Crispin


Traducción de José C. Vales 

ISBN: 978-84-15979-54-8
Encuad: Rústica
Formato: 13 x 20 cm
Páginas: 336
PVP: 22,50 €

Este es el primer caso del extravagante y genial profesor de Oxford y sabueso aficionado Gervase Fen (La juguetería errante), y una de las cumbres de la Edad Dorada de la novela de detectives inglesa.

Las compañías de teatro suelen ser siempre un hervidero de habladurías. Pero pocas son tan intrigantes como la que se encuentra actuando en estos momentos en Oxford. La joven y letal Yseut, actriz algo mediocre y maliciosa, es el centro de todas las miradas, aunque su principal talento consiste en destrozar las vidas de los hombres que la rodean. Hasta que es hallada muerta en extrañas circunstancias. Por fortuna, entre bastidores se encuentra el excéntrico profesor Gervase Fen, quien halla mayor placer en resolver crímenes que en enseñar literatura inglesa. Y cuanto más investiga el caso, más cuenta se da de que todo aquel que conocía a Yseut habría sido candidato a asesinarla; pero ¿será capaz Fen de descubrir quién lo hizo en realidad? El cadáver de la joven ha dejado una pista reveladora: una reproducción de un extraño anillo en forma de mosca dorada.


Donald Fellowes regresaba de un agradabilísimo fin de semana en Londres. Había asistido a los servicios religiosos de distintas iglesias para disfrutar del órgano desde las galerías superiores. También había participado en esas interminables charlas sobre música, órganos, coros infantiles, coros laicos adultos, y en esos cotilleos y malicias respecto a otros organistas que son las conversaciones habituales siempre que se reúnen los músicos de iglesia. Cuando el tren hizo amago de salir de Didcot, Donald cerró los ojos pensativamente y se preguntó si sería interesante alterar el punteado del Benedictus y cuánto sería capaz de alargar el final del Te Deum en pianissimo antes de que alguien empezara a quejarse. Donald era una persona tímida, pequeña y callada, adicto a las pajaritas y a la ginebra, y completamente inofensivo en sus costumbres (si acaso, un poco demasiado apocado), y era el organista en el college de Gervase Fen, al que llamaremos… St. Christopher. Siendo estudiante, había dedicado tantas horas a la música que sus tutores (estaba estudiando Historia) habían llegado a la conclusión de que jamás harían carrera de él, tal y como se confirmó al final, lógicamente; y después de cuatro intentos con la Historia, tanto él como sus profesores lo dejaron por imposible, con un sentimiento de cierto alivio por ambas partes. En aquellos momentos Donald se encontraba en un compás de espera: seguía con su trabajo de organista, preparando más o menos los grupos y secciones, redactando su proyecto de licenciatura en Música y esperando a que lo llamaran para acudir al servicio militar.
En aquel vagón del tren, su contemplación mística de los cánticos corales se veía interrumpida por una contemplación mucho menos remota y mística de Yseut, de quien estaba —como dijo Nicholas Barclay tiempo después— «gravemente enamorado». Por lo general, Donald era consciente de todos los defectos de Yseut, pero cuando estaba con ella era incapaz de distinguirlos: estaba completa y absolutamente rendido a sus pies, y encaprichado de ella. Cuando pensaba en Yseut, se sentía profundamente desdichado, y los retrasos y tardanzas del tren no hacían sino añadir enojo a su desdicha. «¡Maldita muchacha! —se decía a sí mismo—. Y maldito tren… Me pregunto si Ward será capaz de cantar ese solo el domingo. Malditos sean todos los compositores por escribir las partes del solo en la mayor sostenido.»
Nicholas Barclay y Jean Whitelegge salieron juntos de Londres, después de un prolongado y silencioso almuerzo en Victor’s. Ambos estaban interesados en Donald Fellowes: Nicholas, porque lo consideraba un músico brillante que estaba dejándose destrozar por una cría; y Jean porque estaba enamorada de él (un motivo más que suficiente para odiar a Yseut). Es verdad que Nicholas no tenía ningún derecho a criticar a los demás por haber arruinado sus vidas. En tanto que estudiante de Inglés, se le había profetizado una brillante carrera académica. Se había dedicado a comprarse —y leerse— todas aquellas inmensas ediciones anotadas de los clásicos, en las cuales la mayor parte de las páginas están ocupadas con notas al pie (con un ligero gesto de consideración para con el autor, a quien dejan unos renglones en la parte superior, junto al número de la página), y cuyo estudio se consideraba esencial para todos aquellos audaces que pretendían obtener una beca de doctorado. Por desgracia, varios días antes de su examen, se le ocurrió cuestionarse los verdaderos objetivos de la investigación académica. Un libro desbancaba a otro libro, una investigación a otra investigación: ¿alguna vez en la vida podría decirse la última palabra respecto a algún tema concreto? Y si no era así, entonces, ¿de qué servía todo aquello? Aquello podría estar bien para algunos, pero él no obtenía ningún placer personal de la investigación académica. Entonces… ¿por qué continuar? Le pareció que aquellos argumentos eran irrebatibles, así que decidió abandonar los estudios, y se dio a la bebida, de un modo amable, pero persistente. Después de no presentarse a aquel examen, y hacer oídos sordos a todas las reconvenciones y consejos, había sido expulsado, pero como tenía medios económicos suficientes, aquello no le molestó lo más mínimo, y solía moverse entre los bares de Oxford y los de Londres, cultivando un sentido del humor ligeramente sardónico, haciendo muchos amigos y limitando sus lecturas exclusivamente a Shakespeare: se sabía de memoria los enormes tratados sobre el dramaturgo que tenía. Dadas estas circunstancias, ni siquiera necesitaba un libro para viajar en tren, puesto que le bastaba con sentarse en su asiento y pensar en Shakespeare, para enojo de sus amigos, que lo miraban y lo consideraban el colmo de la pereza. Mientras el tren se encaminaba hacia lo que él había denominado en cierta ocasión la Ciudad de los Alaridos, por su gran oferta de espectáculos musicales, Nicholas dio un discreto sorbo a su petaca de whisky y recorrió mentalmente todas las escenas del Macbeth. «Los temores reales son menos espantosos que las horribles imaginaciones: mi pensamiento, para el que el asesinato solo es una fantasía…»

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